En la versión española de Aló Presidente, en la que cada sábado nos aburre con sus homilías el mentiroso doctor, ayer se sintió espléndido y como si fuera un profeta de la nueva normalidad, nos espetó lleno de fervor progresista: “La próxima emergencia es la climática y España quiere anticiparse”. Y aclaró como exégeta de sí mismo: “Una emergencia es un acontecimiento capaz de alterar por completo la vida del planeta y ocasionar daños colosales como ha ocurrido con el Covid-19«
Por supuesto que no se lo oí personalmente, ya que la preocupación por mi salud mental me impide escuchar las larguísimas alocuciones del falso doctor. Pero aún sin querer enterarme de sus consignas, éstas me llegan sin remedio en cuanto se baja la guardia y le pillan a uno un poco desprevenido.
Al leer lo de la “emergencia climática” algo vino vagamente a mi memoria, como un “deja vu” (léase “deyaví” para hacernos los políglotas), como una reminiscencia de una vida anterior, un eco lejano de la vieja normalidad. Consulté el enorme archivo que proporciona internet y regresó a mí el día del Señor de 21 de enero 2020 el que el Consejo de Ministros del Gobierno de España de manera solemne y pomposa aprobó un acuerdo declarando la “emergencia climática”.
De todo ello me permito extraer las siguientes conclusiones:
En el mes de enero (a finales) en vez de estar atentos a una emergencia real, como la del virus Chino, que ya era en esa fecha una amenaza efectiva, estaba nuestro gobierno en sus rollos de siempre, previendo emergencias imaginarias y luchando contra fantasmas que sólo ellos ven.
Ahora, que ya se siente un poco aliviado de la emergencia real, recupera sus emergencias imaginarias, pretendiendo enlazar la primera con la segunda.
Dice el pseudo-doctor : “España quiere anticiparse a la emergencia climática”. La frase quedó incompleta, le faltó decir: “Y no como en el caso de coronavirus, que no nos anticipamos a nada, sino que llegamos muy tarde”.
Utiliza políticamente la crisis del coronavirus para que aceptemos tempranamente las medidas restrictivas que va a imponernos ante una nueva emergencia que sólo está en su cabeza.
Nos anuncia y prepara para nuevas emergencias que justifiquen sus superpoderes, a los que ha cogido el gusto como un dictadorzuelo.
El doctor apócrifo tiene poderes adivinatorios, ¿Cómo puede afirmar cuál va a ser la próxima emergencia?. Lo afirma con la seguridad de quien ya tiene decidido declararla, sea o no sea cierta.
Después de la emergencia climática, ¿vendrá la emergencia contra la violencia machista? ¿Y luego la emergencia contra el fascismo? …. y así indefinidamente.
Si en el mes de enero el concepto «emergencia climática» era más o menos retórico, la declaración de emergencia hoy tiene un contenido efectivo. Ha descubierto un medio muy eficaz para ejecutar su programa ideológico por medio de declaraciones de emergencias sucesivas que pueden imponer medidas restrictivas aunque conlleven “alterar por completo la vida”.
Justifica la emergencia por los informes de los científicos sobre el cambio climático. ¿Esos informes serán elaborados por expertos tan independientes y fiables como los que nos han dirigido en la presente crisis?. Para echarse a temblar.
El Presidente honoris causa ya está desescalando a la fuerza, porque cada vez tiene más difícil la renovación de los superpoderes del estado de excepción, y ya en los albores de la nueva normalidad vuelve a recuperar todo su viejo argumentario, pero eso sí, con un instrumento nuevo para su implantación: la declaración de emergencias.
No entro aquí en el tema controvertido del cambio climático, que como dogma de fe que es, hay quien lo cree y quien no lo cree. Yo me encuentro más bien en el bando de los descreídos. Pero en lo que sí creo es en la efectividad de las declaraciones de emergencias.
Antes de que empezara esta extrañísima situación de transición a la nueva normalidad yo era un ciudadano que, como tantos otros, tenía la costumbre de ir de cuando en cuando al teatro. La última obra que tuve la ocasión de presenciar en la vieja normalidad fue la denominada “Andanzas y Entremeses de Juan Rana”, cuya representación tuvo lugar en el Teatro de la Comedia de Madrid y que era representada por la compañía teatral denominada “Ron Lalá”. Esta compañía goza últimamente de gran prestigio en el mundo teatral, especialmente por sus adaptaciones y recreaciones de autores del teatro clásico español.
En el programa de mano y en la cartelería se presentaba como una obra en la que se compendiaban entremeses de varios autores del Siglo de Oro (Calderón, Moreto, Jerónimo de Cáncer, etc), que tienen en común su relación con Juan Rana. Y es de justicia en primer lugar agradecer al grupo Ron Lalá haberme dado a conocer y despertar mi interés por Juan Rana, al que hasta ese momento desconocía por completo.
Después de la representación teatral, intrigado por la imagen que de él se presenta en la misma, he investigado un poco sobre ese personaje, el cual es realmente interesante. Para quien no lo conozca indicaré que Juan Rana fue un afamado actor del siglo XVII llamado realmente Cosme Pérez, y cuyo nombre artístico, así como el nombre de su personaje habitual en escena, fue precisamente el de Juan Rana. Este actor-personaje gozó de una enorme popularidad y notoriedad en su tiempo hasta el punto de que más de cincuenta obras de autores consagrados, como los antes citados, fueron escritas expresamente para él, siendo en muchas ocasiones el protagonista absoluto de las mismas. Esto nos da la idea de que debió ser celebérrimo en su tiempo, y tanto lo fue, que incluso tuvo el raro privilegio de sentarse a comer en la mesa del Rey Felipe IV, quien era su admirador, quizás influido por la estrecha amistad de Cosme con la actriz María Calderón “La Calderona”, amante regia y madre de bastardo real.
Existe un retrato de Juan Rana, propiedad de la Real Academia, en el que nos lo presenta como una persona con un cuerpo grotesco, orondo, cargado de espaldas, incluso contrahecho..
Pero fuera por su cuerpo, por sus gestos, por su voz atiplada o afeminada, por su ingenio o por su lengua mordaz y satírica, parece que era el máximo exponente de la comicidad, hasta el punto de que su sola presencia en escena provocaba una carcajada general. También era famoso por su dudosa virilidad, su notoria ambigüedad sexual, su travestismo en escena e incluso fuera de ella. Algunos dicen que el apodo de “rana” se le impuso por no ser ni hombre ni mujer al modo del batracio que no es ni carne ni pescado. Sea por lo que fuera no dejaba indiferente a nadie y se decía que el mero anuncio de su presencia en un teatro provocaba un lleno total del mismo. En suma, un cómico en estado puro, histrión, cascarrabias, pero a la vez parece que muy valorado y hasta querido por sus coetáneos.
Cuentan sus biógrafos que tuvo un problema con la Inquisición, tribunal ante el que tuvo que defenderse de la acusación del delito-pecado nefando de sodomía. En dicho proceso, de breve duración, resultó absuelto y libre de todo cargo. Siguió después de ello actuando, cantando, provocando, y haciendo reír a su numeroso público de toda la escala social.
Juan Rana se retiró del teatro y vivió hasta su fallecimiento a la provecta edad de 79 años en su casa de la calle de Cantarranas (en pleno barrio de las Letras de Madrid), en la que también tuvieron su casa Lope de Vega e incluso unos años antes Cervantes.
En lo que he podido informarme de su historia personal y artística, llego a la conclusión de que en general fue un personaje valorado, querido y apreciado por sus contemporáneos, que se reían a mandíbula batiente con sus actuaciones y parodias de alcaldes corruptos, hombres y mujeres ambiguos sexualmente y otros muchos personajes cómicos. En él se confundían el personaje con la persona, es decir, Juan Rana con Cosme Pérez, y de hecho Juan Rana era en sí mismo un personaje teatral y no sólo un actor. Así por ejemplo de los cinco entremeses escritos para él por Calderón, varios llevan su nombre (“el desafío de Juan Rana”; “Juan Rana en la zarzuela”; “el triunfo de Juan Rana”…) . Y de igual manera otras muchas obras de otros autores, hasta un total de cincuenta.
De todo lo visto creo que se puede afirmar que si pudo mantener alrededor de sesenta años su actividad artística no fue un moda pasajera sino el fruto de su época. Y de ello se me antoja concluir que esa sociedad española del siglo XVII sabía también reír y le gustaba divertirse, y no sólo era una sociedad oscurantista y triste como se empeñan tantas personas en describirla. No puede olvidarse, desde luego, la existencia de una literatura mucho más sesuda y filosófica, dramones de honor, y obras de profunda religiosidad. Pero si es cierto que en esos años se escribió la “Vida es Sueño” y buen número de autos sacramentales, también lo es que tenía su espacio en la escena y en la sociedad Juan Rana. Una sociedad con claroscuros de la que podía ser un claro exponente Lope de Vega, que alternaba la profunda y sentida devoción religiosa que le llevaba a ordenarse sacerdote y al mismo tiempo sin solución de continuidad retozar en los sensuales brazos de Marta de Nevares. El Siglo XVII en España es cualquier cosa menos triste. Y un ejemplo de ello es Juan Rana, que es una prueba viviente de que había una sociedad que alternaba la severidad de la contrarreforma y de la dirección de un Imperio, con un desenfadada vida alegre y divertida, socarrona, tolerante con los cómicos y sus mojigangas y más permisiva con la moralidad sexual de lo que suele decirse.
De lo que he podido informarme sobre Juan Rana y su tiempo yo llego a las anteriores conclusiones y a pesar de la dificultad de hacer valoraciones retrospectivas, si me tuviera que comprometer, mi valoración de esa época sería más bien positiva. Por supuesto con todas las complejidades y problemas que presenta cada momento histórico. Pero por el contrario el colectivo teatral Ron Lalá, a través de su referida obra “Entremeses y Andanzas de Juan Rana”, llega a la conclusión contraria. Condena a ese siglo y a la sociedad que lo habita con un veredicto tenebroso. Y es que en su montaje teatral nos presenta una sociedad oprimida y triste, sofocada por la Inquisición, un mundo negro, oscuro, tétrico, aplastada bajo una estricta moral y una implacable censura, donde incluso según nos dicen se pretendía prohibir la risa por pecaminosa.
La mentada obra teatral convierte un trance puntual de la vida de Juan Rana, el breve proceso inquisitorial que sufrió, en una categoría general, es decir, como si toda su vida hubiera sido una continua persecución. Cuando terminó la función abandoné el teatro con la idea de que la vida de Juan Rana fue un permanente tormento y un continuo huir de la Inquisición. Pero tras investigar un poco llegué a la conclusión de que eso no era ni mucho menos cierto. De hecho, ese “horrendo tribunal” implacable y ávido de tormentos, le absolvió y declaró inocente de cualquier delito. Y ello a pesar de la abierta provocación del actor que no ocultaba a nadie en exceso sus inclinaciones sexuales. No pretendo entrar a enjuiciar a la Inquisición como institución, que tiene como toda obra humana sus luces y sus sombras, pero ya nos resulta excesivo a algunos que cualquier visión de nuestro pasado tengamos que verla a la luz de la vela de Torquemada.
Y en todo caso los españoles siempre tenemos una especial propensión al autoflagelo a diferencia de las personas de otros países que teniendo igual o peor historia que exhibir parecen, por decirlo así, no haber roto un plato en su vida. Por ejemplo, en ese mismo Siglo XVII, en la tolerante Francia, Moliere no pudo ser enterrado en cementerio cristiano por el mero hecho de ser actor y autor teatral. Aquí por el contrario, a pesar de la Inquisición, eran autores teatrales sacerdotes como Lope y Calderón, y lo eran incluso de divertidas comedias profanas. Y en cuanto a la persecución de los actos contra natura no era ni mucho menos una exclusiva española ni siquiera sólo de los países católicos. De hecho en España según los territorios, de esos delitos conocían en unos lugares los tribunales civiles y en otros los eclesiásticos (Inquisición), y otros lugares como el reino de Aragón en que eran competentes los dos y en los cuales los acusados de vicios nefandos intentaban que conocieran el asunto estos últimos por su mayor benignidad. Recordemos por ejemplo que en ese mismo período en Inglaterra estaba en pleno vigor la Buggery Act (aprobada por Enrique VIII en 1533), que castigaba la sodomía ( buggery) con la horca, ley que estuvo en vigor en Reino Unido hasta el año 1861, que entró en vigor la » Offences Against the Person Act» (ley de delitos contra las personas) la cual mantuvo el tipo penal aunque suavizara las penas, como bien pudo comprobar Oscar Wilde.
En mi opinión es deleznable el planteamiento que ha hecho Ron Lalá de nuestro entrañable Juan Rana. Someterlo a un juicio retrospectivo desde sus mentalidades deformadas por el progresismo más barato y acudir a una colección de lugares comunes para tratar de justificar lo estupendos y tolerantes que somos hoy en día en contraposición con nuestro pasado oscuro y tenebroso. La forma que tiene la progresía oficial de justificar su supuesta superioridad moral es inventándose un oscuro pasado inexistente y legitimador todas las actuales inmoralidades e intolerancias presentes. Según yo lo veo, no les interesa el teatro clásico sino únicamente para tergiversar un pasado como medio para justificar un presente que sí que es poco presentable en general. Por eso les pediría que cuando se acercan a nuestra historia se olvidaran del cliché sempiterno de la Inquisición. No es sano. Ningún otro país lo hace. Y en el fondo sólo denota una falta enorme de imaginación y creatividad.
Y por último me queda por plantear la duda de si tal vez hoy la nueva inquisición de lo políticamente correcto habría impedido actuar en un teatro a una persona de cuerpo poco convencional y habrían sustituido su libertad artística y creativa por conmiseración paternalista y lo habrían confinado de por vida en la conserjería de un ministerio. O tal vez ni hubiera llegado a nacer.
La confesada tarea del gobierno español estos días es alcanzar la “nueva normalidad”. No es este un concepto periodístico sino un término empleado oficialmente por el gobierno, directamente parido en las zahúrdas de La Moncloa, por quién sabe qué grupo de expertos ocultos en los sótanos de este triste palacio. Éstos deben ser los que han elaborado lo que han denominado pomposamente “plan para la transición hacia una Nueva Normalidad”.
Por mi parte la reflexión que me tiene entretenido es entender en primer lugar qué es la “normalidad”, o al menos qué es lo que por “normalidad” entiende este gobierno. Una vez fijado ese concepto ya se podrán analizar las diferencias entre las “normalidades”, que como Castilla, también hay dos la nueva y la vieja.
Como tantas palabras de uso frecuente de ésta nos es conocido su significado pero es complicado definirla con precisión. Acudo como casi siempre a pedir el auxilio de la RAE, donde aparecen siete acepciones de esta palabra. Descartando otras que no hacen al caso me quedo con la segunda acepción, conforme a la cual, la normalidad es lo “habitual u ordinario”, y con la cuarta, que entiende normalidad es aquello que “por su naturaleza, forma o magnitud, se ajusta a ciertas normas fijadas de antemano”.
La primera de las acepciones hace relación a lo que es. A la realidad tal y como ha llegado a ser, a lo habitual y ordinario, y en el contexto actual, lo referiríamos a nuestra realidad cotidiana tal y como se ha formado después de nuestro devenir vital, tanto particular como social. Ello comprende nuestros hábitos diarios, lo que solemos comer, vestir, hacer, hablar y pensar en general. Son el fruto de nuestra propia experiencia individual y de la experiencia colectiva como miembros de la tribu. Así entendemos “lo normal” como un adjetivo calificativo aplicable a cualquier cosa, persona o actividad cuando se presente en su forma más frecuente y ordinaria. Por su parte la “normalidad” sería un sustantivo con el que definimos una realidad conformada por el conjunto de hábitos, costumbres y patrones que rigen la vida ordinaria y cotidiana de las personas y por extensión de la sociedad.
Pero vimos que había otra acepción de “normalidad” conforme a la cual ésta se define como aquella realidad que se ajusta a ciertas normas fijadas de antemano. Este segundo sentido atiende, no tanto a lo “que es”, sino a lo “que debería ser”. Esta normalidad, más entroncada con el concepto de normatividad, es la que de manera apriorística aprueba criterios que fijan los contornos de la misma. Se decide de antemano lo que es normal y lo que no es normal. Lo primero es lo que se ajusta a los parámetros previamente establecidos y regulados. Lo que está dentro de ellos conforma “la normalidad”. Por ejemplo, unos análisis clínicos nos indicarán unos valores concretos de colesterol o de la bilirrubina, y nos los entregarán con la explicación de si aquéllos se encuentran entre los valores mínimos y máximos en los cuales se encuentra la normalidad, límites que se han fijado previamente por alguien que ha establecido esos valores de la normalidad. Si lo referimos a nuestros hábitos de vida y costumbres sociales y de pensamiento la normalidad, en este sentido, será la que se desarrolle dentro de unas pautas o reglas previamente aprobadas. Es la normalidad planificada, ordenada y definida en la que de antemano está estipulado que lo normal es una forma determinada de vestir, comer, hablar y pensar. Es la normalidad surgida de las normas o impuesta por ella.
Así pues, vemos que la normalidad es un concepto anfibológico que por un lado nos dice lo que nos es conocido y habitual en cada momento (esté o no dentro de la norma, es decir, sea o no sea ilegal), y por otro son un conjunto de criterios que fijan los márgenes dentro de los cuales esas costumbres y hábitos son aceptables y por tanto fuera de ellos no hay normalidad. El problema surge cuando se entremezclan ambos conceptos y el poder, en vez de limitarse a respetar la normalidad existente, entiende que debe “normalizar la normalidad”. Es decir, diseñar e imponer una normalidad estableciendo unos límites dentro de los cuales deben encuadrarse los hábitos, costumbres o ideologías, y por tanto fijando cuales son normales y cuales no lo son.
En verdad siempre que aceptamos vivir como individuos en sociedad admitimos que se fijen determinados límites. Por ello la cuestión se debe plantear en términos de proporción o intensidad. Por ejemplo, aunque haya normas en ambos casos, no es igual de aceptable una regulación legal que nos dice que no es normal el matar a otra persona que otra que dijera que es anormal el onanismo o el adulterio. Tampoco sería aceptable decir que éstos últimos conforman la normalidad, simplemente las normas deberían abstenerse de entrar en esos asuntos y dejar a la sociedad que decida sin imposiciones su propia normalidad, una vez excluidas las anormalidades flagrantes como el asesinato o el robo. Y tampoco presenta la misma intensidad de fijación normativa de la normalidad cuando los límites pasan de ser negativos (prohibiciones) a ser positivos, y la normalidad se destina a imponer conductas activas (obligaciones), y sobre todo imposiciones activas sobre la ideología de las personas (debes pensar dentro de la forma que se ha considerado como normal).
Aunque los dos conceptos son a veces difíciles de deslindar y como hemos visto se entremezclan, revelan claramente que hay dos formas de entender la normalidad: la natural y la planificada. La primera es la que nace de una tradición colectiva de una manera espontánea y por decirlo así nace desde abajo. Las normas que surgen de la misma son posteriores a la normalidad vital y regulan una situación dada, que reconocen, aceptan y modulan evitando estridencias. Hay una normalización de la normalidad suave o atenuada, y en este caso la norma es posterior a la normalidad creada en el seno de la sociedad y fruto de su libre desarrollo y natural evolución, y por tanto consecuencia de ésta.
La segunda forma de entender la normalidad es la que se impone por el poder desde arriba, la diseñada u organizada. La norma se configura como un instrumento para crear la normalidad o para sustituirla si es preciso. Hay una normalización de la normalidad intensa o reforzada, y la norma precede a la normalidad y es su creadora.
Los que nos tenemos por liberales defendemos sin vacilación la primera. Queremos la normalidad, por decirlo así, que nos da la gana y por tanto que se respete la forma de vivir que queremos como individuos y no la que nos sugiere o impone el Estado. Eso no supone, obviamente, prescindir de las normas pero sí entenderlas como unos instrumentos niveladores y de evitación de abusos, reconocedoras de situaciones de hecho preexistentes, y nunca instrumentos para el control del pensamiento. Esto es hoy prácticamente de imposible o muy difícil aplicación, porque el creciente desarrollo de los medios de información y control de esa información hace que la tentación planificadora sea infinita por todas las ideologías. Por eso no conviene engañarse, el ámbito de libertad real hoy es bastante limitado, pero al menos pedimos desde esta perspectiva que me atrevo a definir de conservadora, que los cambios y adaptaciones que requiere la “normalización de la normalidad” sean lentos, paulatinos, adaptados a las necesidades reales y sobre todo, en la medida de lo posible, voluntarios.
Frente a esa opción se presenta hoy en día como ideología absolutamente dominante la de los planificadores, los organizadores, los diseñadores de la normalidad. En términos masónicos diríamos que ostentan el poder los arquitectos y constructores de la realidad. Éstos parten de una idea preconcebida del deber ser y utilizan los medios que sean necesarios para conseguir que la sociedad se adapte a su plan. Los medios de los que se sirven son sobre todo las leyes, pero también los medios de comunicación social, la imposición de modas, la ridiculización de las costumbres tradicionales, en suma, la ingeniería social con todas las herramientas a su alcance. Para esta posición ideológica la misión del gobernante y del legislador es diseñar la sociedad y para ello tiene que intervenir activamente hasta conseguir que la sociedad quede normalizada y los individuos se muevan dentro de los parámetros de normalidad que previamente han dibujado.
En principio esta intención planificadora y controladora podría obedecer a diversas ideologías que quieran imponer su forma concreta de ver la sociedad. En el pasado hemos observado como la sociedad era diseñada por la religión en las variadas formas de estados confesionales y todavía hoy esto ocurre en los estados confesionales islámicos. Pero en Occidente en la actualidad hay un proyecto dominante ideológicamente que prevalece sobre cualquier otro en su pretensión de control social y de dominación de cuerpos y mentes.
Y ese proyecto lo abanderan los que se autodenominan como progresistas, concepto que comprende un amplio espectro ideológico, con muchos matices, pero que tienen en común la idea de la construcción de una sociedad conforme a sus valores que tienen por superiores y que se atribuyen a sí mismos legitimidad para imponer su propia normalidad a los demás.
Por eso cuando el actual gobierno español formado por una coalición socialista-comunista y encuadrado en el espectro ideológico que hemos definido como progresista habla de “nueva normalidad”, debemos entender ese concepto en sus correctos términos. Ante la ocasión de haberse producido una ruptura de la normalidad existente como consecuencia de la irrupción del virus llegado de China, no procede restaurar la situación anterior (vieja normalidad), sino aprovechar la coyuntura para avanzar en su proyecto filosófico-político y en la imposición de una normalidad diferente a la anterior y por lo tanto «nueva». Esa normalidad la tienen diseñada desde hace tiempo y trabajan sin descanso para imponerla poco a poco. La gran dificultad que han tenido para imponer totalmente su nueva normalidad era la de romper con la normalidad anterior. Pero ese trabajo de ruptura ya lo han hecho sus correligionarios chinos, probablemente de manera involuntaria (aunque nunca sabremos si es así), por lo que ahora procede ejecutar la segunda parte, la de la implementación de la “Nueva Normalidad”, la creación de las nuevas normas que delimiten lo que a partir de ahora va a ser nuestra nueva vida normal.
Tal vez en este contexto sean más comprensibles determinadas medidas adoptadas por nuestros gobernantes encaminadas, por decirlo así, a reforzar los efectos rupturistas del virus, tales como imposición de medidas de confinamiento extremo e incluso en zonas rurales o aisladas donde carecían totalmente de sentido; de paralización extrema de la economía; de adopción de medidas extremas de suspensión de derechos y libertades; de control y censura de las redes sociales. Además se han generado hábitos sociales de obediencia extrema al poder que hoy son justificados por una alarma sanitaria, pero mañana pueden ser por otros motivos menos confesables. Cuanto más intensa sea la brecha que se causa en la sociedad y más se destruya su vieja normalidad, más fácilmente se asumirán los postulados de la nueva normalidad.
En qué consistirá esta nueva normalidad lo iremos viendo, pero ya se van predibujando algunos trazos del boceto: relativización de derechos fundamentales, geolocalización de las personas, control por big data de movimientos, de ideas, de hábitos personales, de hábitos de consumo, clasificación del individuo por su ideología, religión, sexualidad, valores, etc., falta de transparencia en política, control de medios de comunicación, censura de opiniones discrepantes, desaparición física del dinero, estatalización y control de la economía, desaparición de la propiedad privada, …. e incluso el nacimiento de los vigilantes espontáneos de la nueva normalidad que son capaces de denunciar al vecino que cometa a su juicio cualquier desliz. Pero sobre los nuevos policías de balcón hablaré en otra ocasión.
Sólo me queda una última pregunta para concluir: ¿La nueva normalidad es en realidad un eufemismo con el que no llamar por su verdadero nombre a una nueva dictadura?.
Siento miedo. Miedo real. Uno se cree muy valiente al escribir en un blog y piensa que sus osadas opiniones sólo las van a leer los amigos, los conocidos y algún que otro curioso desconocido. Realmente, como escribí en la portada, la intención de este Blog era tener un carácter «clandestino», aunque usando este término como licencia poética con un sentido de reservado, limitado, restringido, escondido o discreto. Y no tanto con el verdadero sentido que tiene ese término de permanecer oculto para burlar la ley. La intención es escribir por placer y sin pretensiones y no buscar un exceso de notoriedad, sino al contrario, pasar un poco desapercibido.
Pero en el breve espacio de tiempo de existencia de este blog se han producido dos hechos extraños, muy extraños para mí, que hacen que tenga la sensación de que soy observado.
En la entrada en la que hablaba sobre la gripe española, y en la que cité por sus nombres al presidente de los Estados Unidos y al fundador de ese gigante de la informática que ahora es un famoso filántropo, se recibieron en el blog dos visitas desde ese país que está entre México y Canadá. No conozco a nadie en ese país. En realidad sí, conozco a una persona, un viejo amigo del Colegio que vive en Pasadena y trabaja en la Nasa. Pero la persona a la que me refiero no sabe de la existencia de este blog. Por ello esas visitas me resultaron ya sospechosas.
En la entrada anterior a la presente («Lex Aquilia»), en la que escribí sobre la responsabilidad que habría de soportar un país lejano, comunista y famoso por una gran muralla (y que no es la de Ávila), he recibido en el blog dos visitas desde ese país. Y en ese país, que ya no me atrevo a mencionar, no conozco absolutamente a nadie.
Me siento como el portador del anillo cuando recibía la mirada de Sauron, el Señor Oscuro. He conseguido que se pose en mí su siniestra mirada, seguramente con ninguna buena intención. Tengo la sensación de que ya he quedado fichado como ser poco amistoso.
Resulta inquietante que se escriba en una página perdida en la vorágine de las millones de ellas que debe haber en todo el mundo, y que no pase desapercibida y llame la atención del Poder que todo lo escruta, hasta los últimos confines de la blogosfera. No me imagino un blog más recóndito y humilde que el presente, y aún así han posado en él su mirada, han escudriñado, han olfateado y probablemente han anotado cuidadosamente.
Siento en la nuca el aliento del Poder que además ha querido dejar rastro de su presencia. Es como despertarse con una cabeza de caballo en la cama. Tomo nota de su poder y quedo advertido. En lo sucesivo seré más cauto. Y habré de empezar a practicar el arte del disimulo y la ocultación para que no vuelva a posarse sobre este diminuto blog el poderoso ojo del Señor Oscuro.
A lo mejor es que yo soy un poco paranoico, por lo que pregunto a mis selectos lectores: ¿No os parece raro que se interesen por mis escritos desde esa región del planeta ya impronunciable para mí?
Desde que comenzó la epidemia del coronavirus hay un enigma sin resolver, aparte de la solución médica a la enfermedad. Es el del verdadero origen del virus. Lo único que parece claro es su aparición en escena en un punto geográfico concreto de la República Popular China en la ciudad de Wuhan (nombre que por cierto me sonaba a chino hasta hace poco, y que sorprendentemente me sigue sonando igual). Wuhan es a decir de las enciclopedias la capital del provincia de Hubei, una región que tiene más de 57 millones de habitantes, y la capital, incluyendo el barrio chino que sin duda tendrá, unos 11 millones.
En cuanto a su origen no geográfico, sino de filiación o identificación de sus progenitores, la cuestión parece menos clara. Está por un lado la versión oficial que afirma que es un virus de origen animal transmitido al hombre desde el murciélago o el pangolín, bichos que al parecer tienen la costumbre en ese país de tomar para merendar en vez de conformarse con un rico flan chino mandarín.
Junto a aquélla aparecen una enorme variación de teorías no oficiales en las que se puede ver un grado mayor o menor de conspiranoía. Las más moderadas entienden que en el laboratorio chino para estudio de los virus, que causalmente estaba situado también en Wuhan ( El «Instituto de Microbiología de Wuhan») hubo un descuido, una negligencia o un accidente que hizo que el virus se escapara del lugar donde estaba confinado. Paradojas del destino, parece que el virus se desconfinó así por las buenas, sin desescalamiento ni fases, de golpe. Es desde luego una casualidad mosqueante que el virus aparezca en el mismo lugar donde está ese ya célebre laboratorio. Murciélagos y pangolines hay por todos lados pero laboratorios que trabajen con virus sólo uno. ¿Casualidad o causalidad? La realidad es que la versión oficial tiene más trampas que una película de chinos.
Teorías más atrevidas incluso afirman la existencia de una intención maliciosa de dejar escapar el virus para causar un desastre económico mundial. Básicamente el plan consistiría en arruinar al resto del mundo y adquirir sus activos a bajísimo precio. Algunos incluso creen que el plan está saliendo a las mil maravillas.
Reconozco mi afición por las conspiraciones y lo crédulo que suelo ser. Me gustan, me atraen las teorías conspiratorias como la miel a las moscas. Siempre creo que todo poder se propone engañarnos como chinos y ocultarnos la verdad de lo que sea. Pero reconozco que, en esta ocasión, estando más preocupado por evitar el contagio o entretenido en otros asuntos, no he reparado demasiado en ellas.
Pero para una vez que yo estaba tan orgulloso de mi sensatez, por no dar demasiado pábulo a las teorías conspiranoicas, resulta que tampoco acierto. Todo el mundo más o menos oficialista asume la teoría de la conspiración, de modo que me he quedado con cara de tonto creyéndome casi en solitario la verdad oficial. Ni que decir tiene, que he cambiado inmediatamente de bando, pues no voy a ser yo menos que el Secretario de Estado de Norteamérica, su homólogo alemán o australiano y otros tantos. Son muchos los países, por decirlo así, serios y sensatos, que dudan de la tierna historia del pangolín y más bien sugieren o afirman que el virus salió del siniestro laboratorio donde los chinos juegan a aprendices de brujo.
De momento, como diplomáticos que son, no van más allá que a sugerir la existencia un descuido y como mucho una falta de información culposa. Todavía no han dado el paso, como si han hecho algunos científicos entre ellos el ínclito Montagnier, de afirmar que es un virus de creación puramente artificial en el laboratorio. Ya que me cambiado al bando de los conspiradores no me voy a quedar a medio camino y ya estoy dispuesto a defender con armas y bajages la exigencia de una explicación razonable. Basta de cuentos chinos. ¡Queremos saber la verdad!. Reconozco que no tengo ni idea de ciencia, pero soy un aceptable conspirador de tertulia de café, que es mucho más divertido al menos para mí.
Pero sobre todo lo hago por interés. Creo que el interés de nuestro país y del resto de nuestros vecinos es acreditar la responsabilidad de China en el origen, en la propalación del virus, en la falta de información veraz y en la ausencia de control de sus fronteras que permitió que expandiera por todo el planeta. La cuestión es clara, si es responsable del daño causado, debe asumir las consecuencias de sus actos y las reparaciones que sean procedentes. Esto es lo que en derecho, al menos el occidental heredero del derecho romano, se denomina como responsabilidad aquiliana, en memoria de la Lex Aquilia y que acoge nuestro Código Civil al indicar que quien por culpa o negligencia causa daño a otro deberá indemnizar al daño causado. Desconozco totalmente el derecho chino, en el caso de que exista, pero me apostaría a que existe un precepto semejante, así como en el Derecho Internacional, porque la citada ley no hace otra cosa que recoger un principio General del Derecho de validez universal.
Conforme a ello corresponde a China indemnizar todos los daños económicos causados por su culpa o negligencia. Y los países soberanos deberían reclamarle estas indemnizaciones como por ejemplo se exigieron a los países derrotados al final de la Primera y de la Segunda Guerra Mundial. Es su responsabilidad moral que debe traducirse en responsabilidad patrimonial y compensaciones económicas concretas.
Cuestión aparte es quién le pone el cascabel al gato. ¡Naranjas de la China! será la respuesta que obtenga del doble de Winnie the Pooh quien se atreva a reclamarle un sólo yuan. Esta es hoy la partida en el tablero de ajedrez del poder mundial con dos bandos diferenciados. Por un lado China el país el causante del daño que está defendido por sus secuaces entre los que están la Organización Mundial de la Salud, empeñada en defender a capa y espada la versión oficial, y la cohorte de aliados globalistas de la siniestra izquierda internacional capitaneada por Soros, quien aprovechando que el Elba pasa por Hamburgo, quiere utilizar la ocasión causada por el desastre para cumplir su viejo sueño de imponer por fin sus ansiados eurobonos.
En el otro bando estamos los damnificados, los que sufrimos el daño, los que hemos sido engañados como chinos. Probablemente no tengamos los arrestos para exigir la responsabilidad al verdadero causante del daño, es un enemigo demasiado poderoso. Aunque como dije antes creo que esta idea de las compensaciones por daños no esté ajena al pensamiento de muchos gobernantes y si se unieran todos los damnificados en un frente común la lucha sería menos desigual.
No sé lo que harán el resto de países. Pero yo reclamo del mío una actitud de defensa de nuestra soberanía exigiendo a nuestros gobernantes que pidan explicaciones a China, y si aquéllas no son satisfactorias, tengamos la valentía de reclamarles los cientos de miles de millones de Euros que nos está costando su dejadez o su maldad. Como primera medida por nuestros gobernantes sería considerar extinguida por compensación la parte de la deuda española que está en manos de China, casi un 10% del total de nuestra deuda pública, es decir, a ojo de buen cubero, unos cien mil millones de euros. Y los ciudadanos deberíamos tomar conciencia de ello, del origen de nuestra desgracia, de los causantes de la tortura china que padecemos, y negarnos a recibir producto alguno que venga de ese país.
No sé si esto arreglaría algo, pero como dijo Confucio: “Es mejor encender una vela que maldecir la oscuridad”.
Hoy voy aprovechar el confinamiento rebajado para meterme en un jardín del que no sé cómo voy a salir. O mejor si lo sé, voy a salir desplumado. Y sólo puede librarme de ello el hecho de ser un mamífero implume.
Me está llegando a mi teléfono desde varios de mis contactos una grabación radiofónica emitida recientemente en la que un tertuliano ha hecho una disertación en la que compara la forma de afrontar la crisis del Coronavirus en varios países del mundo. Supongo que a esto se refieren cuando califican una noticia de viral. A que se expande con la rapidez y contagiosidad de un virus, y que sólo lavándote las manos como Pilatos o estornudando en el codo, te puedes librar de él. Yo en este caso reconozco que no he sido un vector de contagio (sea lo que sea que signifique esto), puesto que no lo he reenviado a nadie. Y no lo he reenviado a nadie, no por su interés, sino por suponer que ya lo tendrían mis hipotéticos destinatarios. Pero sí lo he escuchado atentamente.
La disertación que hace el tertuliano trata de como los países que mejor han afrontado la pandemia están gobernados por mujeres. Se afirma que, al menos entre los mejores del Mundo (entre los que desde luego no está España), hay siete de ellos que están gobernados por mujeres. Estos países son Nueva Zelanda, Alemania, Finlandia, Taiwan, Islandia, Noruega, Dinamarca. Y la cuestión es si la conclusión a la que llega ese tertuliano, que no es otra que las mujeres son mejores gobernantes, es una conclusión correcta.
Cuando ya tenía unas líneas escritas para reflexionar sobre esta cuestión, en uno de los grupos de chats a los que pertenezco, y en el que por ser de compañeros de un colegio masculino todos los miembros somos varones, se formó un animado debate. Por un lado unos consideraban esta grabación como sexista y oportunista, y otro grupo alababa las bondades de estas opiniones, y que las conclusiones eran correctas y que en cualquier caso no eran sexistas, sino objetivas y realistas.
Yo me alineé de inmediato con el primer grupo, e hice una breve intervención que no hace al caso, más impulsiva que reflexionada, como es normal cuando se escribe tan apresuradamente. Por ello me limité a tomar nota del debate y a retomarlo aquí para escribir mi opinión al respecto. Y sobre todo donde nadie puede contradecirme.
Y tengo que concluir que para mi esa intervención del tertuliano que tanto éxito ha tenido en las redes sociales, es sin duda alguna, sexista, tendenciosa y oportunista. Me explicaré. No dudo del hecho objetivo de que esos siete países tienen como presidente de sus respectivos gobiernos a mujeres. Tampoco que esos países hayan hecho una gestión buena o razonable de la crisis del coronavirus. Y ni siquiera que estos siete países estén entre los mejores del mundo en la gestión de la crisis, aunque el hecho de hacer escalafones es más dudoso, porque para ello habría que por un lado tener claro los criterios con los que valorar la gestión y la certeza de los datos que se han proporcionado.
Y de hecho esa afirmación de que esos siete países gobernados por mujeres son los que mejor han gestionado, es cuando menos tendenciosa. Y lo es porque excluye de ese escalafón a muchos países que han actuado muy correctamente, pero tienen el pequeño defecto de no estar gobernado por mujeres. Así si consideramos la ratio entre número de fallecidos por coronavirus y población total, tenemos por ejemplo que Nueva Zelanda tiene 3,9 fallecidos por millón de habitantes, pero su vecina Australia tiene 3,7 por millón, si bien no aparece en la lista por no está gobernada por una mujer. Y tampoco entra en esa lista Japón, con una ratio de 3,5 por millón o Corea del Sur, con 4,8 por millón y que además tienen en común su cercanía con China. Y en Europa, con una ratio mejor que la de Alemania (79 por millón), están Austria (66), Hungría (33), Polonia (17) o Grecia (14). De hecho, algunos de ellos presentan una ratio superior que Noruega (37) o Islandia (27). La buena gestión de todos ellos resulta si se compara con el dato que corresponde a España (851) o Bélgica (672). Luego parece que ese listado, si bien incluye países bien gestionados y gobernados por mujeres, no incluye otros países igual o mejor gestionados pero que no están gobernados por mujeres. A pesar de ello esta construcción no se ha cuestionado y se ha aceptado sin discusión. Y se difunde como se difunden en general las cosas, por que dicen lo que la gente quiere oír.
Si se pone en el buscador Google la expresión “países que mejor han gestionado la crisis del Coronavirus” aparecen en lugar destacado dos entradas una de Antena Televisión que dice “¿Por qué los países liderados por mujeres han gestionado mejor la crisis del Coronavirus? .Y otro del diario La Rioja ¿Están las mujeres mejor dotadas para resolver la crisis de la COVID-29?
El meollo de la cuestión es si tomando esas premisas, la conclusión al silogismo es que las mujeres son mejores gobernando que los varones, o al menos mejores gestionando situaciones de crisis, tal y como afirmaba el tertuliano. Y la respuesta correcta es que no. Por supuesto tampoco sería admisible sacar la conclusión de que son peores. Con esas premisas simplemente no es posible obtener conclusiones.
Para ello habría que contrastar qué hubiera pasado en esos países si su gobernante fuera varón, lo que es imposible. Pero, y esto ya es una simple opinión, tal vez la gestión no hubiera sido muy diferente, porque por mucho que se quiera ponderar los méritos de un gobernante, el éxito de muchas gestiones derivan de equipos, de la educación de sus ciudadanos, de los sistemas de organización administrativa, sanitaria, de los recursos de los que se dispone, etc.. Y tampoco se debe despreciar en esta valoración los criterios que tienen los diferentes países para seleccionar bien a sus gobernantes, sean hombres o mujeres. Y no olvidemos que algunos pueblos, como nuestra querida España, parece tener un sistema que lleva a elegir como gobernantes a los más ineptos e incapaces. No es desdeñable el valor de un líder, que sabe optimizar todo lo bueno y minimizar lo negativo, pero considerar que es factor único de valoración de la dirección de un país parece excesivo. Hay otros factores que tienen en común la lista de países mejor gestionados. Por ejemplo, cinco de esos siete países son europeos y de lo que podríamos llamar la Europa del Norte. Excluyendo Alemania, son países relativamente pequeños y que reciben poco turismo. Y en ese listado ocupan un lugar destacado países que son islas: Taiwan, Islandia, Nueva Zelanda (gobernados por mujeres), Japón, Australia (gobernados por hombres), a los que habría que añadir a Corea del Sur, que si bien es una península, su aislamiento con su vecino del norte lo convierte de hecho en una isla. Y no sabemos cuantos otros condicionantes que pueden influir.
Pero aparte de todo ello hay que concluir que las siete mujeres a las que nos referimos lo han hecho bien, muy bien. Han sido previsoras en anticipar medidas y eficaces en la gestión una vez que la pandemia ya era un hecho. Mi enhorabuena a los pueblos que han tenido esa suerte que aquí no hemos tenido. Y que han tenido la habilidad de elegir para gobernarles a personas capaces y diligentes.
Pero creo que, a pesar de ello, no es posible extraer una regla general. Pongamos un ejemplo, si entre los gobernantes de los doce países mejores hubiera siete rubios y seis morenos, ¿nos parecería bien si alguien dijera que son mejores gobernantes los que tienen pelo de color trigueño?. Poético pero falso.
La afirmación de que las mujeres gestionan mejor parte de la premisa de que las mujeres son una categoría unívoca. Que todas las mujeres del mundo comparten unas mismas virtudes, defectos, potencias y aptitudes. Y a la vez que estas son diferentes de las que corresponden a los varones. Llevamos más de cien años propagando a los cuatro vientos la igualdad de hombres y mujeres, para ahora afirmar que unos y otros son esencialmente diferentes. Afirmar que las mujeres gestionan mejor que los hombres, sólo es posible afirmando la desigualdad entre unos y otros. Deberíamos por tanto aclararnos , o bien somos iguales hombres y mujeres, o bien somos desiguales. Y si somos desiguales, sería necesario definir cuáles de las características que aparecen en los seres humanos son masculinas y cuáles femeninas, pero de verdad, sin tópicos ni lugares comunes, sin complacencias ni prejuicios ideológicos. Yo me meto en los jardines que quiero, pero en ese, no voy a entrar. No creo que socialmente interese iniciar una guerra de sexos. Al menos a mi no.
Por ello afirmar que las mujeres afrontan mejor las crisis o que gestionan mejor que los hombres, es una afirmación necesariamente sexista. Y lo es por que parte de una valoración asentada en el sexo de los miembros valorados. Es tan sexista como sería afirmar lo contrario, es decir, que los hombres gobiernan mejor que las mujeres. La única afirmación que me parecería correcta sería decir que hay gobernantes buenos y malos y unos y otros pueden ser varones o hembras.
Otra cuestión es que ese sexismo, es decir diferenciación por sexos, solo está hoy en día bien visto, y sólo es socialmente admisible, si el comentario sexista resulta elogioso para las mujeres y también en el caso que el comentario es negativo para el varón. Pero no es tan correcto si es favorable al hombre o perjudicial para la mujer. El comentario del tertuliano es una prueba perfecta de lo que afirmo. Se aplaude y se difunde el sexismo, porque es favorable a la mujer. Y este sexismo, es decir la valoración de las personas por su sexo, cuando la valoración es favorable a la mujer se denomina feminismo y se lleva como un orgullo ideológico por muchas personas.
En el segundo caso, es decir si la comparación es favorable al varón, se denomina machismo, que es un término despectivo, y claramente teñido de connotaciones negativas. No voy a decir que lo que se denomina como machismo o feminismo sea sólo esto, pero eso queda para otro día.
En todo caso, en la vida cotidiana y mucho más en la publicada, uno camina por terreno seguro si afirma que las mujeres son más listas, más aplicadas, más prácticas, más sensibles, más valientes, más organizadoras, más empáticas e incluso más simpáticas que los varones. Pero uno se mete en terrenos pantanosos, un auténtico cenagal, un jardín sin salida, si afirma que los varones son en algo superior a las mujeres. Si por ejemplo reseño el dato (sacado de internet) de que entre los Grandes Maestros y los mejores cien jugadores de ajedrez del mundo de la historia sólo hay una mujer (la húngara Judit Polgar, puesto 43 en julio de 2009), seguramente me ganaré de la antipatía muchas personas, e incluso muchos me afearían y con razón que esta afirmación es de un indudable mal gusto, sobre todo si se utiliza en un contexto inadecuado o pretendiendo esgrimir una superioridad. Que conste que sólo lo utilizo aquí como ejemplo de laboratorio y no para reivindicar nada. Y vaya por delante que si bien hay hombres que juegan muy bien al ajedrez, yo por el hecho de ser hombre no juego bien, de hecho soy muy malo, y seguramente perdiera con cualquier mediana jugadora con la que me enfrentara. Tampoco siento una cercanía especial ni orgullo particular, ni emoción alguna como varón por el hecho de que esos Grandes Maestros sean en su mayoría de sexo masculino, francamente me es indiferente. Pero también sé, que si digo que las mujeres gobiernan mejor, aunque el dato sea dudoso, me llevo el aplauso general.
En realidad creo que no digo más que obviedades. Porque creo que es obvio que las personas valen lo que valen con independencia de su sexo. Es cierto que esto no siempre ha sido así, y que en el pasado las condiciones de igualdad no eran las de hoy. Había otro mundo, otro contexto y otro reparto de roles. Pero quiero creer que eso ya no es así, o al menos no debería serlo y en todo caso no utilizar los agravios pasados para futuras venganzas. Yo creo que hay que valorar a los individuos y no a los colectivos. Y como individuos hay machos y hembras valiosos, de manera individualmente considerada. Buenos y malos gobernantes de ambos sexos. Mujeres asombrosas y hombres asombrosos, así como todo lo contrario, tanto en el sexo masculino como en el femenino aparecen ejemplares absolutamente despreciables. Y la mayoría, pues ni una cosa ni otra, es decir «normalitos» tanto ellas como ellos. Y en los colectivos, simplemente no creo, ni los hombres colectivamente considerados son mejores que las mujeres, ni al revés. Como cualquier otra generalización, aquélla me parece absurda, ni los catalanes son mejores que los castellanos, ni los andaluces son vagos. Dentro de cada colectivo hay individuos de todos los pelajes.
Espero que no me retiren el saludo alguno de mis amigos y amigas, y que me perdonen si algo les ha molestado, por que no es mi intención ni molestar, ni ofender. Yo, que soy muy ingenuo, y creo conceptos como los de la igualdad, tiendo a no valorar las distinciones que tienen su origen en el sexo de las persona valorada. Puede que no haya agotado el tema. Puede incluso que olvide algo importante, pero es mi honesta opinión. Quiero creer que de verdad tenemos interiorizado esa igualdad, pero estaría bien que desaparecieran las consideraciones sexistas, tanto en un sentido como en otro. Pero tengo claro que soy un ingenuo y además que me gusta adentrarme en jardines e incluso en berenjenales.