Por el confinamiento, el estado de alarma, el virus y los miedos variados, el viajar se ha limitado mucho este año. Por ello perduran en mi memoria más que en otros anteriores los últimos viajes realizados. El penúltimo fue por Sicilia y creo que diré algo sobre ese lugar en algún momento. Y el último viaje, allá por el principio de año pre-pandémico, fue a la isla de El Hierro. Uno de los confines y lugares más remotos de España, siempre visto desde el «madrileñocentrismo» con el que inevitablemente nos movemos quienes vivimos en la Capital. Si España es un todo no hay por definición unos territorios más que alejados de otros, pero no cabe duda que incluso en esta visión integral hay periferias, y esta isla es posiblemente uno de los territorios más periféricos. Por supuesto descontando como parte de España las islas del Pacífico que todavía legalmente pertenecen a nuestro país por no haberse cedido formalmente su soberanía en ningún momento, como son un par de islotes del archipiélago de Las Marianas.
Esto es anécdota y no tiene nada que ver con la isla de El Hierro, que es un trozo esencial de España, como lo son todas las partes de la península y las islas que forman nuestro bello y complejo país. Tengo debilidad por aquellas partes de España que se asienta en islas. Desde luego no las conozco todas, pero alguno de los lugares más bellos y fascinantes los he encontrado en islas como Fuerteventura, La Palma, Menorca, Formentera, La Graciosa e incluso, por qué no, en el bello islote de Tabarca.
Pocos lugares me han impactado tanto como la isla de El Hierro. Y tal vez sea por que es no sólo es una isla en sentido geográfico, sino también al menos para el visitante, en sentido mental e incluso temporal. A lo mejor fue pura casualidad el llegar y encontrar dentro de mi la tranquilidad y la paz interior. O quizás me atraparon fuerzas telúricas que de manera subconsciente generan bienestar. No lo puedo saber con certeza y tal vez nunca lo averigüe.
Cuando me he planteado escribir sobre ella, lo primero que me ha surgido es la duda de si hago bien o hago mal alabando sus virtudes. Sé que todo el mundo quiere atraer visitantes para que con ellos vengan recursos con los que prosperar económicamente. Pero gran parte de la atracción que tiene la isla es precisamente la ausencia masiva de visitantes. Puede que influyera el haber ido en el mes de enero, que es una temporada poco activa para el turismo. Quizás tenga por ello una idea deformada, pero es aquélla tan encantadora que no me merece la pena despejar la duda. En todo caso, aunque en verano pueda ser diferente, sospecho que dada la pequeñez de su aeropuerto y la ausencia de grandes infraestructuras hoteleras la contaminación turística no debe ser especialmente invasiva. Pero me reservo el derecho de volver en otro momento, siempre intentando hacer prevalecer en mí la condición de viajero sobre la de turista.
Como intentaba decir más arriba, tengo remordimientos por si el elogio pudiera incitar que se visite esa isla tan extremadamente aislada, tan bella y tan tranquila. Y no quiero hacer de este escrito un catálogo turístico con una relación de sus innumerables lugares bellos o pintorescos, porque no sabría hacerlo y olvidaría sin duda muchas cosas de interés. Ni tampoco quiero caer en la tentación de encadenar un rosario de adjetivos y lugares comunes sobre las bondades del lugar.
Pero no puedo resistirme a constatar el hecho de que apenas puedo imaginar un lugar más bello que el bosque de laurisilvas por los que pude pasear con extremada soledad y silencio. Como si de muñecas rusas se tratara, allí me encontré con una isla dentro de la isla y en ella me sentí como un náufrago a la deriva entre los húmedos árboles de figuras fantasmales bajo la niebla y la llovizna. En esa segunda, o tercera isla si consideramos como tal el estruendoso silencio, alcancé la sensación de no formar parte del mismo mundo en el que vivo cotidianamente rodeado de asfalto, coches y ansiedades. Fue como cruzar un túnel del tiempo para transitar por un rato por un mundo primigenio y sin contaminar. Pareciera que toda la isla estuviera pensada como un tabernáculo para custodiar ese pequeño sanctasanctórum, donde se sublima el misterio de la naturaleza.
Fue imposible captar en fotografías la magia de ese lugar, del que me resistía a partir, y al que prometo firmemente regresar. O tal vez sea mejor no hacerlo y conservar su imagen en mi memoria.
Allí mirando el atardecer sobre el mar desde una terraza del parador en que nos alojábamos y desde donde se puede respirar la espuma de las olas, escribí estos versos que ahora me transportan a ese mágico momento, y que -con un poco de pudor- quiero compartir con los lectores de este blog.
EL HIERRO Roca varada en la eternidad imprudente frente a las olas. Si he llegado hasta esta isla somnolienta será para respirar el silencio. Guardo tu secreto. Será mi tributo a los bosques que custodian el oculto relicario de laurel, musgo y paz, entre la bruma y las viejas sabinas retorcidas. Muero de impaciencia por que huya la niebla para contemplar bajo el sol tu rostro. Nadie te profanará en mi nombre: serás en mi memoria el volcán perezoso que acaricia la espuma, la armadura herrumbrosa que en la fragua infernal viejos dioses forjaron y cubrió de esmeraldas la lluvia.