FERROVIAL Y LA LEYENDA NEGRA.

En este país llamado España uno de los temas de los que más se hablado recientemente en las tertulias y en los medios de comunicación es sobre la decisión de la empresa española Ferrovial, de dejar de serlo y trasladar su sede a Holanda (ahora Países Bajos). Es desde luego una decisión soberana de dicha empresa, que tiene todas las bendiciones de las libertades mercantiles que presiden a la Unión europea.

      Sin embargo esta decisión ha sido duramente atacada por el gobierno español que no consiente que nadie tome decisiones que no controle o imponga personalmente o de las que no saque un beneficio directo o le suponga una conquista de alguna nueva parcela de poder.  El gobierno ha acudido al patriotismo para intentar evitar que esta empresa se traslade a otro país y quede fuera de la soberanía española. Paradójica esta posición por quien cede a todas las pretensiones de Marruecos, por quien no defiende la españolidad de Gibraltar, por quien pacta sin disimulo con los que se quieren separar de España y quien alienta cualesquiera formas de inmigración irregular en nuestro territorio. Pues en este caso, le ha dado al gobierno en su conjunto, un arrebato de ardor patriótico y defensa de una multinacional que creció a partir de una empresa pequeña asentada en España y por aquel entonces, sí verdaderamente española

    La empresa Ferrovial nació española, o al menos lo era su fundador Rafael del Pino,  quien la forjó de la nada en pleno franquismo, dicen que en un ático del centro de Madrid. Su fundador fue un ingeniero español de pura cepa, primo del General Milans del Bosch, casado con la sobrina del vilmente asesinado en la República José Calvo-Sotelo y cuñado del que fuera luego presidente del Gobierno de España, Leopoldo Calvo-Sotelo. En suma, un miembro de una buena familia netamente española de las “de toda la vida”.

     Precisamente, y aunque no lo dicen claramente, el gobierno actual le reprocha a Ferrovial haberse aprovechado de sus vínculos con el régimen franquista y en general la protección del estado español  para prosperar y crecer,  y ahora que no los necesita tanto marcharse a otro país. En realidad podría ser éste un reproche válido, pero siempre que lo hiciera otro distinto del actual gobierno, ya que sólo un par de meses antes han callado ante un caso idéntico realizado por uno de sus amigos, la empresa audiovisual Mediaset, (cotitular del duopolio televisivo español), quien después de gozar de todos los favores y concesiones posibles del régimen actual, ha sido absorbida por su filial holandesa (lo siento no conozco cual es en español el gentilicio de los países bajos ¿”paisbajenses” , “paisbajeños”, “paisbajunos”…?).

    No puedo sino lamentar que una empresa creada y auspiciada en España se traslade a otro país, aunque ello me merece dos consideraciones. La primera que lo de la nacionalidad de una multinacional es contradictorio y por ello hablar de una “multinacional española” es  un oxímoron. O es una cosa o es otra, pero las dos a la vez no es posible. Las multinacionales aunque tengan un origen concreto se convierten en entes apátridas y cuya bandera es el capital y el negocio. La segunda consideración, es que pese a todo, cuando  veo un gran empresa nacida en España y presente por el mundo, no puedo menos que sentir un regusto de orgullo, de que se reconozca el valor y la potencia de un compatriota y por tanto de la nación española. Puede ser un sentimiento un tanto provinciano, pero los que hemos venido de una provincia a la capital, sabemos de ese extraño orgullo del paisanaje, cuando uno de tu pueblo triunfa en la gran ciudad o en el mundo.

    Pues bien, yo asumiendo la plena libertad de cualquier empresa a hacer lo que le venga en gana, no comparto la felicidad de algunos de sus dirigentes al acordar el traslado a otro país y menos que ninguno a Holanda. Y todas estas consideraciones me han llevado a analizar qué es lo que me molesta de que una sociedad española exitosa se vaya de España y por ello a indagar la razón auténtica de dicho traslado

    La sociedad ha argüido que se traslada a otro país por la conveniencia de cotizar en la bolsa americana, lo cual no es posible desde España y sí desde Holanda. Se han dado argumentos fiscales, operativos y otras muchas razones que han sonado a excusas que encubrían algún motivo real de fondo que no se atreven a expresar. Quizás uno de los más explícitos ha sido un co-director de la Compañía quien argumentó: “Ferrovial quiere aumentar su capacidad de competir en los mercados internacionales. ….. va a aumentar la liquidez de nuestra acción, vamos a tener mayor capitalización, vamos a estar con mayor visibilidad ante inversores internacionales y ….. a conseguir mejores condiciones de financiación. Son razones que desde nuestro punto de vista son evidentes«.

     Pero, ¿Cuáles son las razones “evidentes” por las que irse de España les favorece en los mercados?. En mi opinión la razón verdadera y última es que les lastraba ser una empresa española. Aparecer como españoles le genera una mala imagen de cara a moverse por los mercados internacionales del crédito, de las concesiones de obras. Por mucho que nos empeñemos “la marca España” no vende. Arrastra unas connotaciones negativas de atraso, intransigencia, y molicie. Gente que ha creado la inquisición por su crueldad innata y que necesita para sobrevivir dormir la siesta. Una empresa, aunque sea puntera en el mundo, para sobrevivir necesita ocultar cuidadosamente que es española.  Es necesario ocultar el traje rojigualda bajo el manto naranja de los holandeses, que hace que por el mundo aparezcas como perteneciente a un país del primer mundo, de un país “comme il faut”, y no de uno que arrastra una reputación tan dudosa como es España para el ámbito de los países anglosajones y las finanzas internacionales.

    Y esto no es sino una continua reactualización de la leyenda negra, que sigue pasando factura a nuestro país y se retroalimenta continuamente por sus fautores. Se haga lo que se haga es imposible quitarse el “sambenito” con el que nos vistieron los países de tradición protestante hace ya quinientos años. Por esto me irrito cuando alguien sigue negando la existencia de la leyenda negra, y es indudable que sigue en su pleno vigor.

    Dice Elvira Roca en su “Imperiofobia; ”El pensamiento correcto en el mundo financiero y mediático internacional es que los países del Norte, de tradición calvinista y protestante, son cumplidores, laboriosos y exigentes con la moral. Los del sur, en cambio son corruptos, vagos, malos socios y malos pagadores.” Baste recordar que en los clubes selectos y biempensantes de la Europa de origen protestante, para referirse a los países de origen católico del Sur, utilizan el término “PIGS”, demostrando su prepotencia racista y su condescendencia cuando de vez en cuando admiten que también en esos países de vez en cuando se hace algo decente.

     Si todos los países meridionales de Europa, por su pasado común papista, son mirados con recelo, de entre ellos el peor con diferencia es España, por su horrible pasado quemando herejes, matando indios y esquilmando el planeta. Lo más sangrante es que eso lo piensan y creen los ingleses que mataron católicos sin escrúpulos por el hecho de serlo. O los Belgas que con su Rey Leopoldo causaron en el Congo el mayor genocidio del Siglo XX. O los alemanes que son los que parieron el racismo más sanguinario que acabó fraguando en la realidad de los campos de concentración y exterminio. O los estadounidenses que se expandieron con el lema “el único indio bueno es el indio muerto”.

     Y por supuesto los holandeses. Si algo me duele especialmente de la decisión de Ferrovial es haber elegido precisamente asentarse en Holanda. Los holandeses son probablemente los que con más saña han divulgado la leyenda negra contra España. Son los que en su himno nacional (el “Wilhelmus”) dicen que el alma de los holandeses se atormenta viendo como le afrenta el español cruel. Y son los que guardan varios cadáveres en su armario, pero que nadie se lo reprocha o afea.  Bastaría sólo recordar su actuación estelar en las Islas de Banda, donde en el Siglo XVI asesinaron a todos los habitantes de estas islas del Pacífico para repartirse en cuadriculas el terreno para cultivar especias. ¿Cabe en la historia un ejemplo más paradigmático de lo que es un genocidio? ¡Pues estos son los que nos dan lecciones!

Ferrovial ha comprendido que para seguir prosperando necesita desprenderse de su origen. Aparentar ser de uno de esos países que no se cuestionan. Me duele, pero, con todo, le deseo suerte a Ferrovial con su nueva patria, que aunque esté manchada de sangre, la oculta un paño naranja que la encubre y de un tejido que no se mancha, no se nota y no traspasa. Ojalá que te vaya bonito.

VIDA CONTEMPLATIVA

Una de las patologías más relevantes del mundo moderno es la actividad incesante. La modernidad se caracteriza por el continuo movimiento de las personas, que parece que no pueden estar sin hacer nada. Se valora la vida agitada, los viajes continuos, los horarios apretados, las agendas abarrotadas. En el horario de trabajo es preciso exprimir al máximo la productividad, o al menos la actividad y si es frenética tanto mejor. La continua actividad tiene el efecto de que no permite pensar, no permite atender nada más que lo que es pura necesidad y a veces ni eso. Se va corriendo para llegar al trabajo, para atender todos los asuntos, para comer y para llegar cuanto antes a casa para dormir y así continuar la rueda al día siguiente.

    Pero para las personas que no trabajan, o para los trabajadores en sus días de descanso, la cosa no es muy distinta. Se cambia la actividad laboral por otras actividades casi igual de frenéticas. Se vuelve necesario abarrotar el ocio con actividades de todo tipo, tales como visitas culturales, series de televisión y viajes. Muchos viajes. Hoy la gente, sobre todo la más joven, desgasta sus muchas energías en viajar constantemente. A donde sea. Viajar por viajar, con cualquier excusa. Pero si no se puede viajar, cualquier otra actividad es aceptable. Si son niños deben aprovechar hasta el último minuto que deja libre la escuela para aprender idiomas, tocar la flauta travesera o montar a caballo. Si son mayores cualquier actividad es aceptable, en último extremo limpiar y ordenar todo lo que se tiene a mano. Todo menos consentir que pequeños y grandes estén sin hacer nada, viendo pasar las nubes, estando mano sobre mano o paseando tranquilamente ensimismado. Lo correcto para la sociedad actual es realizar cualquier actividad que permita a la persona producir o al menos estar entretenida y ocupada, en suma se fomenta el estar “fuera de sí”. Poco importa que esto suponga estar alienado, enajenado, que el individuo se convierta en un extraño para sí mismo, puesto que su mente está formando parte de otras realidades exteriores. Lo importante es que hace cosas, muchas cosas sin apenas reflexión y no está bien visto perder el tiempo, que es como se define el tiempo que no se emplea en una actividad productiva. Hay que optimizar cada segundo del reloj para hacer algo, incluso en los tiempos «muertos» en la sala de espera del dentista o en el autobús se deber actuar también estando enganchado al esclavizante teléfono móvil.

   Si uno observa a la gente que pasa por la calle, casi todo el mundo se mueve con una finalidad, va o vuelve de un destino, o pasea un perro, o persigue un autobús, o va a comprar, o regresa a casa o va a trabajar. Casi nadie se permite el lujo de ser un simple paseante, un “flâneur”, (galicismo que debemos a Walter Benjamin), una persona que deambula sin otra finalidad que la de observar la vida, la de excluir la necesidad de tener un propósito concreto en su caminar, la de contemplar. Es ésta una de las actividades o mejor dicho “inactividades” que me parecen más placenteras y constructivas, pero que la realidad diaria no nos permite apenas practicar.

Lo cierto es que para los que vivimos sumergidos en la actividad frenética, la inactividad no es fácil de conseguir. Con mucha frecuencia en esa búsqueda no conseguimos sino una ausencia de actividad, que es un estado que provoca un vacío que sólo rellena la ansiedad y el remordimiento por acumular tareas sin resolver, que lejos de llevar al nirvana provoca un estado de absoluto pánico. Es como un síndrome de abstinencia que hay que superar con mucha paciencia. Y ello por que la inactividad por sí sola no es suficiente, debe de ir acompañada de una disciplina de meditación.

    Por esta vocación de la vida tranquila y paciente que huye de la actividad patológica, es por lo que he leído con verdadero entusiasmo la última obra del filósofo coreano-alemán (¿no es esta una combinación fascinante?) Byung-Chul Han, que tiene el sugerente título de “Vida Contemplativa” y que supone una auténtica reivindicación de la meditación, como antídoto al culto moderno a la actividad. Leo en una de sus páginas: “solo la inactividad nos inicia en el misterio de la vida”.

    Evidentemente con ello no se quiere decir que uno debe abandonarse a la molicie y a la dejación. La actividad es precisa para vivir, porque no somos, para nuestra desgracia, «acto puro» y estamos condenados por nuestra propia naturaleza a ser seres actuantes, es decir seres que tenemos que desenvolvernos en una realidad espacio temporal que exige que debamos necesariamente actuar. Si no comemos, si no bebemos, no podemos mantener la vida. Para bien o para mal, así es nuestra realidad inquebrantable.

     Pero otra cosa diferente es que ese actuar se vuelva patológico, enfermizo, obsesivo y domine nuestra existencia. La acción debe tener su espacio razonable, y la actividad debe desaparecer con cierta frecuencia para dejar paso a la contemplación, a la meditación, a la búsqueda de otra realidad. En esa meditación en la que se hace desaparecer la acción, siquiera por un rato, se sale de esa necesidad que nos impone la naturaleza de actuar y ello nos acerca a la divinidad donde se junta de manera inescindible el pensamiento (potencia) y el acto. Si al meditar abandonamos la actividad, la acción, nuestro pensamiento no está escindido en dos, es, al menos por un rato, acto puro. Como no se puede permanecer en ese estado de manera permanente lo que es deseable es hallar un equilibrio entre la vida activa y la vida contemplativa.

     Claro que no soy filósofo, y con estas disquisiciones aristotélicas sobre la potencia y acto, me adentro en territorios para mí desconocidos. Y con esa pretensión además me voy contagiando de esa forma tan áspera que tiene la filosofía de expresarse en los últimos siglos por influencia de los nada poéticos pensadores occidentales, especialmente los anglosajones y los alemanes. Para expresar casi lo mismo yo preferiría hacerlo utilizando las palabras de Fray Luis de León cuando evoca en su celebérrima oda  a “la descansada vida que huye del mundanal ruido”. Por medio de una poesía nos llega al corazón y también a la cabeza un mensaje parecido, pero mucho más bello, y no es otro que para alcanzar la vía unitiva (siendo válido también para una más modesta meditación de principiante), lo primero que hay que hacer es abandonar la actividad, conseguir un estado de reposo y tranquilidad, al que no se puede acceder desde esa continuo hacer cosas de manera enfermiza.

     Es sugerente que desde un planteamiento filosófico de carácter no religioso como es el de Byung-Chul Han se llegue a una conclusión parecida a lo que se plantea desde un pensamiento cristiano (al menos al que planteaba la mística o el que actualmente defiende Pablo D´Ors) o las técnicas orientales de meditación como el yoga o el zen. La necesidad de la meditación y la contemplación como camino para la reconciliación del hombre con su propia naturaleza. Y quizás de ello también resulte por extensión  la salvación de la sociedad en su conjunto.

El mundo moderno no va por ese camino, sino por el de la constante aceleración y cambio continuo, como fruto de la imparable actividad que le sirve de alimento. Paradójicamente la descontrolada exigencia de actividad nos proporcionó a muchos un periodo de tranquilidad forzosa con el pasado confinamiento, en el que sin proponérselo nos obligó a detener de manera radical la actividad, imponiendo una manera de actuar pausada y ralentizada y nos dio a muchos algo de lo que no solemos disponer, que es tiempo para reflexionar. Por supuesto que aquello ya pasó y todo ha vuelto a la normalidad acelerada. Algunos recordamos con cierta nostalgia ese periodo, por mas que fuera inadmisible por su coerción e imposición liberticida. La moraleja de todo ello y que deberían aprender algunos de los políticos de la izquierda «woke» es que las personas debemos aspirar a moderar la actividad de manera libre, voluntaria e individual y no de forma forzosa, coactiva y colectiva.

      Un cristiano cree en el fin de los tiempos, en que este mundo está irremediablemente condenado y abocado a su destrucción total. Un moderno laico cree que el desastre natural que observa  a su alrededor se puede detener y revertir con medidas cosméticas de activismo ecologista. Han nos sugiere que la única esperanza es que los hombres, al menos muchos hombres, interioricen que la solución no es el activismo, sino la inactividad. Así nos dice “Solo un ángel de la inactividad estaría en condiciones de poner coto a la acción humana que inevitablemente nos conduce al apocalipsis