Soy español, mas de cincuenta, trabajador, de tradición cristiana. Lo demás queda para mí, y se habrá de deducir de lo que escribo y publico. Y si no se deduce es que no es relevante.
En los últimos días ha salido la noticia publicada en muchos medios de que la Organización Mundial de la Salud ha anunciado que se aproxima una nueva pandemia sobre la Tierra y que será más mortífera que la anterior. Realmente casi todos los medios lo han publicado, aunque a pesar de ello, ha pasado bastante desapercibido para el común de los ciudadanos. Tal vez esto sea porque estamos hartos de que estén continuamente intentando atemorizarnos o tal vez sea porque el anuncio es poco consistente, ya que para sorpresa de todos, no se nos dice en qué va a consistir esta nueva enfermedad. O sea, que la OMS, dice que nos amenaza una pandemia peligrosísima que va a diezmar a la humanidad, pero no nos aclara si la producirá un nuevo virus procedente en este caso de la zarigüeyas o si la causará una mutación mortífera de la caspa que cristaliza sobre el cuero cabelludo hasta llegar a hincarse como cuchillos sobre el cerebro.
Pero ahí no queda la cosa. Tan egregio organismo, fuertemente financiado por la Fundación de Bill y Melinda (no confundir con la “Mirinda”, ni tampoco con una célebre canción de Camilo Sesto), nos ha advertido que la única forma de estar preparados para prevenir esa nueva pandemia que nos anuncia, es cumplir a rajatabla y de manera devota los ODS. Sí, sí, me refiero a los Objetivos de Desarrollo Sostenible, que conforman la famosísima Agenda 2030. Con un par, que diría el castizo. El Doctor Tedros Adhanom Ghebreyesus que dirige ese organismo, pese a las acusaciones de su pertenencia a una organización terrorista etíope, después a anunciarnos el advenimiento de la nueva pandemia desconocida nos sermoneó con las siguientes palabras: “el seguimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) deberían tener prioridad en las agendas de los gobiernos de cara al futuro” o «La pandemia nos ha desviado del rumbo, pero nos ha demostrado por qué los ODS deben seguir siendo nuestra estrella polar y por qué debemos perseguirlos con la misma urgencia y determinación con la que contrarrestamos la pandemia»,
Sí señores, debemos tener claro que estaremos evitando la pandemia que viene si cumplimos religiosamente como buenos devotos las ODS. Por poner un par de ejemplos sacados de los objetivos de la Agenda de colorines, resulta que lograremos que no nos ataquen los virus y las bacterias si empoderamos a todas las mujeres y las niñas, o si implantamos un turismo sostenible que cree puestos de trabajo y promueva la cultura y los productos locales. No se me alcanza como con un turismo sostenible se evita una pandemia. Tal vez haciendo un turismo tan local que consista en estar encerrados en casa, lo que, por otro lado, puede ser muy desagradable si a uno le toca convivir con una legión de niñas empoderadas.
Hay que resaltar que la OMS no pide que se tomen medidas de carácter sanitario, sino en general que se asuman todas las medidas de la Agenda 2030. Y ello hace que nos planteemos la cuestión de para quién trabaja esta Organización. Es decir si su objetivo real es favorecer la salud y luchar contra la enfermedad, o por el contrario su verdadero objetivo es controlar y dominar a la humanidad. Durante la pasada pandemia demostró que más bien le interesaba lo segundo y sigue por el mismo camino.
Todo esto es el preludio de lo que se nos viene encima a corto plazo, que es el descabellado “tratado de pandemias”, que está a punto de ver la luz y que parte del concepto de “una sola salud” que afecta a todas las personas y animales del planeta. Este tratado, que la acomplejada España suscribirá en cuanto se lo propongan, para que no digan que no somos los más «progres» de planeta, dará poder para imponer medidas planetarias como vacunaciones obligatorias y confinamientos generales, suprimiendo el poder de los gobiernos nacionales en favor de esa autoridad sanitaria mundial, legitimada para adoptar las medidas que tenga por conveniente, incluso contra la voluntad soberana de los pueblos. O sea un nuevo instrumento para el proceso de dictadura mundial que nos acecha.
Tengo una tendencia al pesimismo, en cuanto se trata de preservar un ámbito de libertad para las personas. Yo sí he captado el mensaje de la OMS, cuando nos dice que para evitar pandemias hay que cumplir los Objetivos de Desarrollo Sostenible, incluso cuando no tienen un contenido propiamente sanitario. El verdadero mensaje es una clara amenaza, que vuelve por pasiva la recomendación, y que nos dice que si no somos buenos, que si no cumplimos sin rechistar los ODS, seremos castigados con una nueva pandemia. La historia se repite, ya hace tres mil años un faraón y un pueblo descreído no se sometió a Jehová y ese pueblo fue castigado por ello con terribles plagas. En los tiempos modernos no reina Jehová, sino Lucifer, y son sus sacerdotes los que nos exigen sumisión incondicional para no desatar su furor. No será porque no nos lo han advertido.
En este país llamado España uno de los temas de los que más se hablado recientemente en las tertulias y en los medios de comunicación es sobre la decisión de la empresa española Ferrovial, de dejar de serlo y trasladar su sede a Holanda (ahora Países Bajos). Es desde luego una decisión soberana de dicha empresa, que tiene todas las bendiciones de las libertades mercantiles que presiden a la Unión europea.
Sin embargo esta decisión ha sido duramente atacada por el gobierno español que no consiente que nadie tome decisiones que no controle o imponga personalmente o de las que no saque un beneficio directo o le suponga una conquista de alguna nueva parcela de poder. El gobierno ha acudido al patriotismo para intentar evitar que esta empresa se traslade a otro país y quede fuera de la soberanía española. Paradójica esta posición por quien cede a todas las pretensiones de Marruecos, por quien no defiende la españolidad de Gibraltar, por quien pacta sin disimulo con los que se quieren separar de España y quien alienta cualesquiera formas de inmigración irregular en nuestro territorio. Pues en este caso, le ha dado al gobierno en su conjunto, un arrebato de ardor patriótico y defensa de una multinacional que creció a partir de una empresa pequeña asentada en España y por aquel entonces, sí verdaderamente española
La empresa Ferrovial nació española, o al menos lo era su fundador Rafael del Pino, quien la forjó de la nada en pleno franquismo, dicen que en un ático del centro de Madrid. Su fundador fue un ingeniero español de pura cepa, primo del General Milans del Bosch, casado con la sobrina del vilmente asesinado en la República José Calvo-Sotelo y cuñado del que fuera luego presidente del Gobierno de España, Leopoldo Calvo-Sotelo. En suma, un miembro de una buena familia netamente española de las “de toda la vida”.
Precisamente, y aunque no lo dicen claramente, el gobierno actual le reprocha a Ferrovial haberse aprovechado de sus vínculos con el régimen franquista y en general la protección del estado español para prosperar y crecer, y ahora que no los necesita tanto marcharse a otro país. En realidad podría ser éste un reproche válido, pero siempre que lo hiciera otro distinto del actual gobierno, ya que sólo un par de meses antes han callado ante un caso idéntico realizado por uno de sus amigos, la empresa audiovisual Mediaset, (cotitular del duopolio televisivo español), quien después de gozar de todos los favores y concesiones posibles del régimen actual, ha sido absorbida por su filial holandesa (lo siento no conozco cual es en español el gentilicio de los países bajos ¿”paisbajenses” , “paisbajeños”, “paisbajunos”…?).
No puedo sino lamentar que una empresa creada y auspiciada en España se traslade a otro país, aunque ello me merece dos consideraciones. La primera que lo de la nacionalidad de una multinacional es contradictorio y por ello hablar de una “multinacional española” es un oxímoron. O es una cosa o es otra, pero las dos a la vez no es posible. Las multinacionales aunque tengan un origen concreto se convierten en entes apátridas y cuya bandera es el capital y el negocio. La segunda consideración, es que pese a todo, cuando veo un gran empresa nacida en España y presente por el mundo, no puedo menos que sentir un regusto de orgullo, de que se reconozca el valor y la potencia de un compatriota y por tanto de la nación española. Puede ser un sentimiento un tanto provinciano, pero los que hemos venido de una provincia a la capital, sabemos de ese extraño orgullo del paisanaje, cuando uno de tu pueblo triunfa en la gran ciudad o en el mundo.
Pues bien, yo asumiendo la plena libertad de cualquier empresa a hacer lo que le venga en gana, no comparto la felicidad de algunos de sus dirigentes al acordar el traslado a otro país y menos que ninguno a Holanda. Y todas estas consideraciones me han llevado a analizar qué es lo que me molesta de que una sociedad española exitosa se vaya de España y por ello a indagar la razón auténtica de dicho traslado
La sociedad ha argüido que se traslada a otro país por la conveniencia de cotizar en la bolsa americana, lo cual no es posible desde España y sí desde Holanda. Se han dado argumentos fiscales, operativos y otras muchas razones que han sonado a excusas que encubrían algún motivo real de fondo que no se atreven a expresar. Quizás uno de los más explícitos ha sido un co-director de la Compañía quien argumentó: “Ferrovial quiere aumentar su capacidad de competir en los mercados internacionales. ….. va a aumentar la liquidez de nuestra acción, vamos a tener mayor capitalización, vamos a estar con mayor visibilidad ante inversores internacionales y ….. a conseguir mejores condiciones de financiación. Son razones que desde nuestro punto de vista son evidentes«.
Pero, ¿Cuáles son las razones “evidentes” por las que irse de España les favorece en los mercados?. En mi opinión la razón verdadera y última es que les lastraba ser una empresa española. Aparecer como españoles le genera una mala imagen de cara a moverse por los mercados internacionales del crédito, de las concesiones de obras. Por mucho que nos empeñemos “la marca España” no vende. Arrastra unas connotaciones negativas de atraso, intransigencia, y molicie. Gente que ha creado la inquisición por su crueldad innata y que necesita para sobrevivir dormir la siesta. Una empresa, aunque sea puntera en el mundo, para sobrevivir necesita ocultar cuidadosamente que es española. Es necesario ocultar el traje rojigualda bajo el manto naranja de los holandeses, que hace que por el mundo aparezcas como perteneciente a un país del primer mundo, de un país “comme il faut”, y no de uno que arrastra una reputación tan dudosa como es España para el ámbito de los países anglosajones y las finanzas internacionales.
Y esto no es sino una continua reactualización de la leyenda negra, que sigue pasando factura a nuestro país y se retroalimenta continuamente por sus fautores. Se haga lo que se haga es imposible quitarse el “sambenito” con el que nos vistieron los países de tradición protestante hace ya quinientos años. Por esto me irrito cuando alguien sigue negando la existencia de la leyenda negra, y es indudable que sigue en su pleno vigor.
Dice Elvira Roca en su “Imperiofobia; ”El pensamiento correcto en el mundo financiero y mediático internacional es que los países del Norte, de tradición calvinista y protestante, son cumplidores, laboriosos y exigentes con la moral. Los del sur, en cambio son corruptos, vagos, malos socios y malos pagadores.” Baste recordar que en los clubes selectos y biempensantes de la Europa de origen protestante, para referirse a los países de origen católico del Sur, utilizan el término “PIGS”, demostrando su prepotencia racista y su condescendencia cuando de vez en cuando admiten que también en esos países de vez en cuando se hace algo decente.
Si todos los países meridionales de Europa, por su pasado común papista, son mirados con recelo, de entre ellos el peor con diferencia es España, por su horrible pasado quemando herejes, matando indios y esquilmando el planeta. Lo más sangrante es que eso lo piensan y creen los ingleses que mataron católicos sin escrúpulos por el hecho de serlo. O los Belgas que con su Rey Leopoldo causaron en el Congo el mayor genocidio del Siglo XX. O los alemanes que son los que parieron el racismo más sanguinario que acabó fraguando en la realidad de los campos de concentración y exterminio. O los estadounidenses que se expandieron con el lema “el único indio bueno es el indio muerto”.
Y por supuesto los holandeses. Si algo me duele especialmente de la decisión de Ferrovial es haber elegido precisamente asentarse en Holanda. Los holandeses son probablemente los que con más saña han divulgado la leyenda negra contra España. Son los que en su himno nacional (el “Wilhelmus”) dicen que el alma de los holandeses se atormenta viendo como le afrenta el español cruel. Y son los que guardan varios cadáveres en su armario, pero que nadie se lo reprocha o afea. Bastaría sólo recordar su actuación estelar en las Islas de Banda, donde en el Siglo XVI asesinaron a todos los habitantes de estas islas del Pacífico para repartirse en cuadriculas el terreno para cultivar especias. ¿Cabe en la historia un ejemplo más paradigmático de lo que es un genocidio? ¡Pues estos son los que nos dan lecciones!
Ferrovial ha comprendido que para seguir prosperando necesita desprenderse de su origen. Aparentar ser de uno de esos países que no se cuestionan. Me duele, pero, con todo, le deseo suerte a Ferrovial con su nueva patria, que aunque esté manchada de sangre, la oculta un paño naranja que la encubre y de un tejido que no se mancha, no se nota y no traspasa. Ojalá que te vaya bonito.
Una de las patologías más relevantes del mundo moderno es la actividad incesante. La modernidad se caracteriza por el continuo movimiento de las personas, que parece que no pueden estar sin hacer nada. Se valora la vida agitada, los viajes continuos, los horarios apretados, las agendas abarrotadas. En el horario de trabajo es preciso exprimir al máximo la productividad, o al menos la actividad y si es frenética tanto mejor. La continua actividad tiene el efecto de que no permite pensar, no permite atender nada más que lo que es pura necesidad y a veces ni eso. Se va corriendo para llegar al trabajo, para atender todos los asuntos, para comer y para llegar cuanto antes a casa para dormir y así continuar la rueda al día siguiente.
Pero para las personas que no trabajan, o para los trabajadores en sus días de descanso, la cosa no es muy distinta. Se cambia la actividad laboral por otras actividades casi igual de frenéticas. Se vuelve necesario abarrotar el ocio con actividades de todo tipo, tales como visitas culturales, series de televisión y viajes. Muchos viajes. Hoy la gente, sobre todo la más joven, desgasta sus muchas energías en viajar constantemente. A donde sea. Viajar por viajar, con cualquier excusa. Pero si no se puede viajar, cualquier otra actividad es aceptable. Si son niños deben aprovechar hasta el último minuto que deja libre la escuela para aprender idiomas, tocar la flauta travesera o montar a caballo. Si son mayores cualquier actividad es aceptable, en último extremo limpiar y ordenar todo lo que se tiene a mano. Todo menos consentir que pequeños y grandes estén sin hacer nada, viendo pasar las nubes, estando mano sobre mano o paseando tranquilamente ensimismado. Lo correcto para la sociedad actual es realizar cualquier actividad que permita a la persona producir o al menos estar entretenida y ocupada, en suma se fomenta el estar “fuera de sí”. Poco importa que esto suponga estar alienado, enajenado, que el individuo se convierta en un extraño para sí mismo, puesto que su mente está formando parte de otras realidades exteriores. Lo importante es que hace cosas, muchas cosas sin apenas reflexión y no está bien visto perder el tiempo, que es como se define el tiempo que no se emplea en una actividad productiva. Hay que optimizar cada segundo del reloj para hacer algo, incluso en los tiempos «muertos» en la sala de espera del dentista o en el autobús se deber actuar también estando enganchado al esclavizante teléfono móvil.
Si uno observa a la gente que pasa por la calle, casi todo el mundo se mueve con una finalidad, va o vuelve de un destino, o pasea un perro, o persigue un autobús, o va a comprar, o regresa a casa o va a trabajar. Casi nadie se permite el lujo de ser un simple paseante, un “flâneur”, (galicismo que debemos a Walter Benjamin), una persona que deambula sin otra finalidad que la de observar la vida, la de excluir la necesidad de tener un propósito concreto en su caminar, la de contemplar. Es ésta una de las actividades o mejor dicho “inactividades” que me parecen más placenteras y constructivas, pero que la realidad diaria no nos permite apenas practicar.
Lo cierto es que para los que vivimos sumergidos en la actividad frenética, la inactividad no es fácil de conseguir. Con mucha frecuencia en esa búsqueda no conseguimos sino una ausencia de actividad, que es un estado que provoca un vacío que sólo rellena la ansiedad y el remordimiento por acumular tareas sin resolver, que lejos de llevar al nirvana provoca un estado de absoluto pánico. Es como un síndrome de abstinencia que hay que superar con mucha paciencia. Y ello por que la inactividad por sí sola no es suficiente, debe de ir acompañada de una disciplina de meditación.
Por esta vocación de la vida tranquila y paciente que huye de la actividad patológica, es por lo que he leído con verdadero entusiasmo la última obra del filósofo coreano-alemán (¿no es esta una combinación fascinante?) Byung-Chul Han, que tiene el sugerente título de “Vida Contemplativa” y que supone una auténtica reivindicación de la meditación, como antídoto al culto moderno a la actividad. Leo en una de sus páginas: “solo la inactividad nos inicia en el misterio de la vida”.
Evidentemente con ello no se quiere decir que uno debe abandonarse a la molicie y a la dejación. La actividad es precisa para vivir, porque no somos, para nuestra desgracia, «acto puro» y estamos condenados por nuestra propia naturaleza a ser seres actuantes, es decir seres que tenemos que desenvolvernos en una realidad espacio temporal que exige que debamos necesariamente actuar. Si no comemos, si no bebemos, no podemos mantener la vida. Para bien o para mal, así es nuestra realidad inquebrantable.
Pero otra cosa diferente es que ese actuar se vuelva patológico, enfermizo, obsesivo y domine nuestra existencia. La acción debe tener su espacio razonable, y la actividad debe desaparecer con cierta frecuencia para dejar paso a la contemplación, a la meditación, a la búsqueda de otra realidad. En esa meditación en la que se hace desaparecer la acción, siquiera por un rato, se sale de esa necesidad que nos impone la naturaleza de actuar y ello nos acerca a la divinidad donde se junta de manera inescindible el pensamiento (potencia) y el acto. Si al meditar abandonamos la actividad, la acción, nuestro pensamiento no está escindido en dos, es, al menos por un rato, acto puro. Como no se puede permanecer en ese estado de manera permanente lo que es deseable es hallar un equilibrio entre la vida activa y la vida contemplativa.
Claro que no soy filósofo, y con estas disquisiciones aristotélicas sobre la potencia y acto, me adentro en territorios para mí desconocidos. Y con esa pretensión además me voy contagiando de esa forma tan áspera que tiene la filosofía de expresarse en los últimos siglos por influencia de los nada poéticos pensadores occidentales, especialmente los anglosajones y los alemanes. Para expresar casi lo mismo yo preferiría hacerlo utilizando las palabras de Fray Luis de León cuando evoca en su celebérrima oda a “la descansada vida que huye del mundanal ruido”. Por medio de una poesía nos llega al corazón y también a la cabeza un mensaje parecido, pero mucho más bello, y no es otro que para alcanzar la vía unitiva (siendo válido también para una más modesta meditación de principiante), lo primero que hay que hacer es abandonar la actividad, conseguir un estado de reposo y tranquilidad, al que no se puede acceder desde esa continuo hacer cosas de manera enfermiza.
Es sugerente que desde un planteamiento filosófico de carácter no religioso como es el de Byung-Chul Han se llegue a una conclusión parecida a lo que se plantea desde un pensamiento cristiano (al menos al que planteaba la mística o el que actualmente defiende Pablo D´Ors) o las técnicas orientales de meditación como el yoga o el zen. La necesidad de la meditación y la contemplación como camino para la reconciliación del hombre con su propia naturaleza. Y quizás de ello también resulte por extensión la salvación de la sociedad en su conjunto.
El mundo moderno no va por ese camino, sino por el de la constante aceleración y cambio continuo, como fruto de la imparable actividad que le sirve de alimento. Paradójicamente la descontrolada exigencia de actividad nos proporcionó a muchos un periodo de tranquilidad forzosa con el pasado confinamiento, en el que sin proponérselo nos obligó a detener de manera radical la actividad, imponiendo una manera de actuar pausada y ralentizada y nos dio a muchos algo de lo que no solemos disponer, que es tiempo para reflexionar. Por supuesto que aquello ya pasó y todo ha vuelto a la normalidad acelerada. Algunos recordamos con cierta nostalgia ese periodo, por mas que fuera inadmisible por su coerción e imposición liberticida. La moraleja de todo ello y que deberían aprender algunos de los políticos de la izquierda «woke» es que las personas debemos aspirar a moderar la actividad de manera libre, voluntaria e individual y no de forma forzosa, coactiva y colectiva.
Un cristiano cree en el fin de los tiempos, en que este mundo está irremediablemente condenado y abocado a su destrucción total. Un moderno laico cree que el desastre natural que observa a su alrededor se puede detener y revertir con medidas cosméticas de activismo ecologista. Han nos sugiere que la única esperanza es que los hombres, al menos muchos hombres, interioricen que la solución no es el activismo, sino la inactividad. Así nos dice “Solo un ángel de la inactividad estaría en condiciones de poner coto a la acción humana que inevitablemente nos conduce al apocalipsis”
Atronador silencio es un ejemplo paradigmático de un oxímoron. Que dicho en cristiano es cuando un adjetivo contradice el sentido del sustantivo. Un silencio no puede atronar, porque los truenos, por definición rompen el silencio. Pero como tantas veces el lenguaje hace una pirueta y utiliza esta figura para realzar o modificar el sentido de una palabra, no para contradecirlo realmente. A veces el silencio es tan sintomático, tan significativo, que es más elocuente que todo un discurso.
Y en la sociedad moderna, en la que todo se habla en exceso, que todo es perorata y verborrea, son más valorados los silencios que las palabras. Y bastante más significativos. Los silencios, además de una virtud de los pocos sabios que en el mundo quedan, son un síntoma de la degradación de los tiempos. Como dijo Unamuno el silencio puede llegar a ser la peor mentira. Y en estos tiempos de brutal control de la información, son tanto o más importantes los silencios que las consignas informativas que se repiten hasta la náusea.
Las palabras ya no siempre se las lleva el viento, sino que la mayoría de las veces quedan impresas en cualquier soporte electrónico para la posteridad, incluso las dichas descuidadamente por teléfono pensando ingenuamente que nadie escucha. Las palabras hoy permanecen, eso sí, también es necesario reconocer que casi siempre quedan sepultadas bajo otra miríada interminable de palabras, que a su vez yacen pronto olvidadas por una nueva y prolífica generación de miles y millones de insulsas palabras.
¿Pero, y los silencios?, ¿Quién registra los silencios? Hoy el verdadero poder reside en poder controlar los silencios, en poder determinar de qué se habla y de qué no se habla. Casi siempre es más importante lo que no se dice, que lo que sí se dice, que por el mero hecho de expresarlo verbalmente pierde parte de su fuerza y virtualidad. Es frecuente en los artistas oírles decir, no puedo hablar de tal o cual proyecto, porque el expresarlo en voz alta hace que se frustre. Se presume que el silencio tiene una fuerza mágica, que se desvanece con el hecho de ser destruido por medio de la palabra. Pero sobre todo la verdadera fuerza radica en conseguir que sobre un determinado tema o asunto nadie hable, y a la vez conseguir que sí que se hable de lo que se desea. Ver un telediario cualquiera de un día cualquiera es un ejemplo de lo que quiero decir. Sólo se habla de lo que interesa al poder y lo que no interesa no existe, o se dice con tanta desgana que pasa totalmente desapercibido.
Los silencios se guardan, en una expresión notoriamente acertada. Las palabras se derrochan, se malgastan, se malbaratan y malvenden en una almoneda de bullicios incontrolados. En los últimos tiempos me llegan bastantes reflexiones sobre el silencio. Y casi todas desde otra perspectiva distinta de la que trato en este escrito. Desde el significado del silencio en las artes escénicas sobre el que reflexiona Mayorga en su discurso de ingreso en la Academia, hasta el silencio interior, la calma reflexiva del corazón que nos propone Pablo D´Ors, en su búsqueda del desierto como patria de ese Dios que debemos encontrar después de conseguir que la mente se convierta en una hoja en blanco y no en un disparatado tráfago de convulsas ideas, pugnando por imponerse unas a otras. No quiero en un escrito sobre el silencio olvidarme de éstos. El silencio como tentación y como propuesta. Como antítesis de la vida extrovertida que es la que está bien vista en sociedad. La levedad del ser, la liviandad de seres mariposeando y picoteando todo sin reflexionar sobre nada. Battiato buscaba un centro de gravedad permanente, y esa búsqueda, aunque él lo hiciera cantando, se debe realizar en profundo y disciplinado silencio.
Pero de todos los silencios, hoy 11 de marzo, no puedo menos que quedarme con el silencio que reina en las sepulturas de los 193 asesinados en Madrid, hace ya diecinueve años. El silencio que ha acompañado a las víctimas, que ya han sido olvidados, sin conseguir justicia y sin saber la verdad. Yo al menos quiero romper ese silencio con estas palabras y alzar la voz para gritar a voz en cuello ¿Quién ha sido?, ¡Queremos saber!. Pero me temo que ya todo el mundo ha pasado página sobre la más ignominiosa y triste jornada de la reciente historia de España. Las bombas tronaron y rompieron el silencio de la madrugada de aquel funesto día. Hoy el olvido hace que lo atronador sea nuevamente el silencio. Retorna el oxímoron.
No me engaño, el silencio que como un manto cubre la verdad de lo que ocurrió en Madrid, en el año 2004, no es más que un episodio de otros muchos que le han precedido y que le han seguido. Unos pocos años antes fue el 11-S en Nueva York, del que apenas sabemos quién lo pergeñó. Hay versiones oficiales y hay silencios en forma de apagones informativos sobre determinados temas que se imponen como una omertá mafiosa. Nada sabemos apenas del origen del virus chino. Por qué nadie habla de las alarmantes cifras del aumento de mortalidad en España y otros países como Grecia y Alemania. ¿Por qué nadie habla de las grabaciones de la policía abriendo paso al búfalo yanqui por el Capitolio hasta sentarlo en la silla de Nancy Pelosi?. ¿Realmente las elecciones de Brasil han sido limpias?, ¿Qué gases profundamente tóxicos se han vertido en el accidente del tren de Ohio del que apenas se ha informado?. ¿Quién ha volado el gasoducto Nord Stream en aguas noruegas?….
Tenia razón Unamuno, el silencio puede ser la mayor de las mentiras. Y esto me hace recordar otra de las frases célebres del rector salmantino: “la verdad antes que la paz”.
Siento cada día de manera más clara que este mundo en el que vivo no es el mío. Y no es que siga los pasos de Santa Teresa y muera porque no muero, que no tengo vocación de mártir. Tampoco, aunque lo intento, consigo un desapego de las tentaciones que me ofrece el mundo el demonio y la carne .Sobre todo si la carne es de res, – como dicen por la España ultra-atlántica- y va acompañada con un Ribera de Duero. Es algo difícil de explicar, una sensación de ajenidad y de desaliento por partes iguales ante la realidad cotidiana. Es como si fuera montado en un cómodo tren a gran velocidad y bien atendido por las azafatas, pero sabiendo que voy en dirección contraria al lugar donde tengo que llegar.
Tal vez sea sólo un problema de edad. Voy acumulando ya bastantes años y cada día cuesta más engancharse a las ilusiones que servían como velas que dirigían el barco hacia destinos desconocidos pero emocionantes. Hoy casi todas esas metas se han convertido en puertos inaccesibles, lejanos, y denegados. Algunas veces al llegar a la bocana de un puerto esperado y anhelado me han dado la orden de retroceder, no había tenido en cuenta que estaba reservado el derecho de admisión. Y por fin algunos puertos que sí he conseguido conquistar, rara vez han satisfecho las expectativas que se esperaban durante la singladura.
Tengo una extraña sensación de querer frenar el curso de la historia, algo así como pretender detener con las manos una riada descontrolada o un alud de nieve rodando ladera abajo por la montaña. El mundo y el modo de vivir que se despliega a mi alrededor no me parece nada sugerente, pero al mismo tiempo no me seduce la idea de recuperar el tiempo ya pasado. Es una contradicción interna que a veces se torna insuperable. No puedo dejar de vivir en el mundo en el que estoy, no puedo prescindir de él, pero a la vez lo detesto.
Esta contradicción vital no es nada original y ya A. Compagnon en su célebre y excelente libro “Los Antimodernos”, nos advierte que esto era lo que le ocurría a Chateubriand, que era de carácter avanzado y un verdadero hijo de la Ilustración pero su pensamiento era profundamente reaccionario. Para aquel autor , un antimoderno es un moderno a su pesar. Y esa característica de “antimoderno” es lo que lo diferencia de un hombre pre-moderno o tradicional.
Un hombre pre-moderno es el que vive una vida tradicional, en el sentido de ordenada por la tradición, en nuestro caso católica. Pero podría ser la vida y forma de vivir ordenada por otras tradiciones, siempre fuera de la modernidad, por ejemplo la de un indio piel roja, de un budista tibetano, de un japonés sintoísta. Es complicado definir este concepto, pero podría intentarse diciendo que se trata de una vida ordenada, de costumbres morigeradas, con la convicción profunda de la religión o tradición espiritual que se trate y una cosmovisión que está centrada en la disciplina y el orden interior y sólo después en los aspectos materiales. En resumen y con una demarcación del concepto por exclusión, serían quienes no comparten los mitos, valores e ídolos de la modernidad. Hoy se puede vivir así, pero es difícil hacerlo salvo con una gran fortaleza interior o bien retirándose a algún cenobio benedictino.
Por el contrario, el hombre moderno está totalmente desligado de esa visión tradicional del mundo. Busca un continuo movimiento en su pensamiento y en su acción cotidiana desligado de cualquier trascendencia y dando la espalda a toda inquietud espiritual. Como mucho le mueve un impulso intelectual o artístico, aunque la mayoría de las veces es simplemente la búsqueda del mero entretenimiento y llenar las horas con distracciones sin profundidad alguna.
Y es en este punto donde entre los hombres por decirlo así “modernos”, se dan al menos dos posiciones que los hace diferenciarse y a veces incluso enfrentarse entre sí. Están los modernos que son felices de serlo, que disfrutan acelerando el proceso de la modernidad y saborean cada paso en el sentido que señala la historia. Estos disfrutan tanto de la modernidad que entienden que ese camino es lo que hace progresar al hombre, y frecuentemente se consideran a sí mismos como “progresistas”, impulsadores de ese proceso sin fin de la modernidad. Son aquellos que como decía Cioran creen que la modernidad es la creencia de que el tiempo contiene en potencia todas las respuestas a nuestras preguntas.
Frente a ellos, está otro tipo de personas que, sabiéndose modernos, y no pudiendo evitar esta condición, no disfrutan de ella. Entienden que es un proceso, el de la modernidad que lejos de mejorar, tiende a destruir al hombre. Que no aporta ninguna respuesta a nada, salvo como mucho a una cierta prosperidad material. Pero no pueden escapar de su propia condición de modernos. Son aquellos a los que Antonie Compagnon califica de “antimodernos”. Dentro de ellos sitúa al ya citado Chateubriand, a De Maistre, a Proust, Baudelaire, Bernanos etc, , todos ellos, y dentro del ámbito de la cultura francesa formarían parte de la retaguardia de la vanguardia.
Salvando todas las distancias, esta posición se parece bastante a la que me toca vivir. Después de lo expuesto creo que me debería considerar enrolado en las levas de los antimodernos. Somos modernos contra nuestra voluntad, y no podemos dejar de serlo porque en el fondo vivimos acomodados en un mundo que no nos trata tan mal como pretendemos, que nos seduce y atrapa, pero que nos deja una profunda insatisfacción. Es frecuente que tratemos de consolarnos con el pasado, en el que buscamos respuestas y ejemplos y sobre todo el momento en el que se torció el rumbo. Decía Sartre de Baudelaire que avanzaba, pero siempre mirando el retrovisor.
Nuestra posición como antimodernos es complicada, porque somos despreciados por los modernos acomodados, confiados y entusiastas, que nos consideran meros reaccionarios y un poco absurdos, dentro de su posición prepotente de superioridad moral. Y tampoco somos muy apreciados por los auténticos tradicionales, quienes nos ven como simplemente modernos, sin distinguir entre unos y otros el grado de entusiasmo que la modernidad nos proporciona..
Al antimoderno le gustaría poder llegar a ser un hombre que viviera al modo tradicional, pero le es imposible o casi imposible conseguirlo. Ello supondría renunciar a demasiadas cosas que se tienen interiorizadas por muchos años de educación y vida social, fuertes presiones exteriores e interiores. En suma, un cambio muy profundo que no es cómodo acometer. Y eso supone que vive con una contradicción interna que muchas veces conduce a la melancolía y el pesimismo. Y habitualmente desemboca en una posición puramente estética, cosmética, de mera pátina exterior, que a menudo culmina en el dandismo e incluso la extravagancia.
Y es que la mayoría de los que militamos en la antimodernidad somos más o menos conscientes de que en muchas ocasiones vivimos en la paradoja que angustiaba a Chateubriand, quien escribió pleno de sinceridad: “defiendo una causa que si triunfara se volvería de nuevo contra mí”, para luego añadir “si gano, pierdo”. Pero pese a todo hay un imperativo ético que nos lleva a defender lo que consideramos que es más correcto, incluso a costa de los que nos resulte más gratificante y a costa de poner en riesgo nuestra confortable existencia en la modernidad.
Hace tiempo que no me meto demasiado con uno de mis odios favoritos. Si repaso este blog, al menos en sus inicios eran más frecuentes las alusiones al espantajo vistoso que los españoles tenemos a bien haber colocado al frente de nuestro gobierno. No es que haya decaído mi entusiasmo en combatirle. Es simplemente que prefiero evitarlo a toda costa, su imagen, su nombre, el sonido de su voz. Simplemente espero a que pase, como el cadáver del enemigo, sentado a la puerta de casa. Y ello no porque le desee mal en lo personal, que me trae al fresco lo que le pase al personajillo, sino que ese olvido deliberado lo hago por un instinto personal de supervivencia, por un escrupuloso cuidado de mi propia salud.
Y es así que a mí me gusta mantener un equilibrio personal, una estancia de la mente en un justo medio, huyendo de altibajos de ánimo. Trato de evitar las estridencias, persiguiendo un estado de pura ataraxia, como aquello que me parece que es lo más cercano a la felicidad. Evito cuando puedo grandes euforias y tristezas exageradas, persiguiendo una calma búdica, alejada de las grandes pasiones. Así intento vivir y a veces incluso lo consigo. Pero en ese “camino del Medio” de andar por casa, de todo a cien, que se mantiene en un precario equilibrio, hay un peligro ya reconocido. Cualquier tranquilidad y calma desaparece en mí, en cuanto aparece por cualquier resquicio audiovisual la imagen o la voz del Presidente del Gobierno.
Reconozco que la cosa se me ha ido de madre y es completamente patológico, pero sólo oír su voz -en particular la forma en que pronuncia la letra “p”-, me genera un desquiciamiento total. En el momento en que percibo su presencia visual o sonora entro en un estado de rabia, furia e iracundia descontrolada, quiero romper todo lo que se encuentra a mi alcance, quiero lanzar el mando a distancia contra la pantalla de tropecientas y cinco pulgadas por la que asoma, quiero arrancarme los pelos, quiero conseguir furiosamente un lanzallamas con el que destrozar todo lo que me lo recuerde.
Y esto no está bien. Soy consciente de ello. No es bueno para mí ni para todo lo que está a mi alrededor. Pero el problema se va agravando. Antes me molestaba lo que decía, lo que defendía, sus trapacerías verbales, su ridiculez chulesca, sus mañas, sus mentiras, su falsedad, su discurso. Pero esto quedó atrás, ahora me molesta profundamente su mera presencia. Me molesta que en mi horizonte aparezca su cara, antes llena de cráteres provocados por la viruela y hoy lisa como el culo de un bebé, me molesta su mechón blanco que crece y decrece según las ocasiones, me perturba el bamboleo de brazos mientras camina, me da repelús sus juveniles vaqueros marcando paquete, su cuello con corbata y sin corbata, y su tono susurrante de encantador de serpientes, o mejor dicho de serpiente encantadora de hombres. (Sólo esta breve relación de atributos presidenciales me hacen mantener un indescriptible rictus de asco y grima, la boca enarcada hacia abajo y un cosquilleo recorriendo la rabadilla). Todas ellas son visiones y sonidos que no quiero en mi vida, que quiero fuera de mi vista, de mis recuerdos, de mi pensamiento. Por esta razón cada vez me asomo menos a los medios de comunicación, ya que últimamente, está por todas partes, es imposible evitar su presencia.
Nunca jamás había sentido nada parecido por nadie. Tiene el especial talento de que rebusca y encuentra lo peor que hay en mí y además tengo la sensación de que disfruta con ello. He presenciado todo tipo de políticos por televisión, y como es natural unos me han caído mejor que otros. Algunos fatal es cierto, pero nunca jamás había desarrollado tamaña aversión por nadie. A los demás les he criticado su discurso, o puntualmente sus maneras o conductas, pero con ninguno de sus colegas de cualquier parte del espectro político, había conseguido llegar al extremo de comprobar que ya me da igual lo que diga, simplemente deseo olvidarle, ignorarle, suprimirle de mi mente y como no deseo mal a nadie, sólo quiero que desaparezca de las pantallas y pase a ser un jarrón chino, que es como Felipe González definió acertadamente a los expresidentes de gobierno, por aquello de que decoran mucho, pero nadie sabe dónde colocarlos.
Pero mi propósito es vano. Cada vez está más presente. Como se cree molón abusa de su imagen y ya sea sólo, o en compañía de ese ser de aspecto andrógino que pasa por ser su cónyuge, se presenta en todo tipo de entornos. Como si fuera el novio de la Barbie nos va presentando su imagen en distintos entornos para que conozcamos el pueblo llano lo que es ser un presidente del gobierno . El presidente monta en el Falcon. El presidente en Indonesia, con su señora y vestido con los colores de Ucrania. El presidente pasea por Europa con su groupie favorita, la “Fonderlayen” (observen las infinitas sonrisas y caídas de ojos de Doña Úrsula en su presencia). El presidente baja del Falcon en Albacete. El presidente se va de vacaciones pagadas por mí a Lanzarote. El presidente descansa en Doñana. El presidente en la cumbre de la Otan rivaliza con Macron en donosura y savoir faire. El presidente sube de nuevo al Falcon. El presidente se reúne con el pueblo elegido en la fortaleza de la Moncloa ( aclaro que cuando hablo de pueblo elegido no me estoy refiriendo a una reunión con los judíos –eso quizás será la próxima temporada- sino con los ciudadanos españoles cuidadosamente escogidos “al azar” de entre los afiliados a su partido para reírle las gracias o al menos no pitarle). El presidente hoy por fin no monta en el Falcon, porque va a dar un empujón al Rey inaugurando un Ave….. La relación es interminable, y para concentrarlas todas juntas, parece ser que ha grabado una serie de televisión con la que amenaza castigar con su visión en la próxima edición del Código Penal pactada con terroristas y separatistas, y como pena para quienes se atrevan a no votarle en las próximas elecciones. Sólo nos queda esperar que los amigos que tiene colocados en el Tribunal Constitucional después de ver la serie entiendan que sigue siendo inconstitucional la tortura.
Quizás algún lector se esté preguntando por las cuatro letras que sirven de título a esta entrada. Y los más perspicaces habrán pensado que se trata de un acrónimo. No van descaminados. A la hora de poner un título pensando en el personaje al que están dedicadas estas líneas, me sugería a mí mismo algunos títulos como QEPD , RIP, …. Pero finalmente me quedé con una frase que leí en una pancarta con la que le recibieron en nosequé ciudad, y que es la que mejor expresa mis sentimientos Q.T.V.T., o lo que es lo mismo: QUE TE VOTE TXAPOTE.
El Mundial de fútbol es un buen termómetro que me sirve para evaluar el estado de mis filias y mis fobias en relación con los países que compiten. Tengo muy claro que mis odios favoritos son los descendientes de las Provincias Unidas, es decir Holanda, que ahora se empeña, en que le llamemos Países caídos, o bajos o hundidos o algo así. Y por otro lado Bélgica, quien en los últimos tiempos ha renovado sus votos de odio a España acogiendo al catalufo huido y dando cobijo a cuanto etarra y delincuente pide allí refugio..
En mi escalafón de desafectos luego aparecen Francia e Inglaterra por razones históricas evidentes. Los primeros nos endilgaron a los borbones, luego nos invadieron y siempre nos han mirado por encima del hombro como si fuéramos los parientes pobres, los subdesarrollados vecinos del Sur. Los segundos se inventaron aquel libelo de llamar a la Gran Armada como la “invencible” para reírse de nosotros, aunque luego palmaran ellos muchos más barcos en la “Contraarmada”, una de las derrotas navales más humillantes de la historia de la humanidad y por supuesto más olvidada. Luego nos han apabullado con ese idioma cacofónico que parece que hay que saber por ley natural, por no entrar en la presente humillación a que nos someten manteniendo sobre una parte de Andalucía la única colonia que permanece en Europa.
Para que no se diga que no me cae bien nadie, diré que entre los europeos sí que me caen bien y deseo en general que ganen sus partidos, países como Italia o Portugal, o Irlanda. Otros muchos me son indiferentes y puedo irme con ellos o no en función de su juego, del momento concreto o lo que sea. Por ejemplo Austria, Grecia, Alemania, Polonia, Rusia etc.
Pero hablando de fútbol no se puede dejar de mencionar a los países de las selecciones americanas. En general las apoyo y tienen mis simpatías, salvo que haya algún jugador en concreto que la contamine. Pero cuando ese jugador desaparece recupero los afectos. Tienen todas mis simpatías, Colombia, Méjico, Uruguay, de entre las más destacadas en el mundo futbolero. Con Brasil tengo variaciones muy intensas de afecciones, como si fueran alteraciones ciclotímicas del humor, a veces me encanta y otras no puedo ni verla. Y es incontrolable, y no sé cuándo voy a pasar de un sentimiento a otro.
Y así llegamos a Argentina. Yo con Argentina tengo que hacer un esfuerzo intelectual para apoyarla. A primera vista no me resultan simpáticos, quizás porque en cierto modo son como los franceses de América, que miran un poco por encima del hombro a todos los demás. Por ello tengo que hace el ejercicio de recordar que es un país hermano, que conozco argentinos que son buenos tipos. Que individualmente me caen bien y tienen una visión del mundo parecida a la mía. Tengo que convencerme que no hago bien deseándoles el mal.
Dentro de un par de días se juega la final del campeonato del Mundo de fútbol entre Francia y Argentina. Y me surge la pregunta que me han hecho ya varias veces ¿con quién me voy?. Debería contestar sin vacilar con Argentina. Pero …..
Francia además de los prejuicios mencionados, pesa en mi ánimo contra ellos, en este caso futbolero en concreto, que es uno de los principales artífices de que se haya organizado este campeonato en Qatar. Se ha sabido que Nicolás Sarkozy, habría supervisado personalmente un trato corrupto en beneficio de Catar en una reunión secreta en el Palacio del Elíseo, el 23 de noviembre de 2010, con el príncipe heredero de Catar, Tamin bin Hammad al-Thani, Michel Platini (léase “platinííí”, poniendo boquita de piñón), entonces presidente de la UEFA y Sebastián Bazin, propietario del París Saint-Germain. En la reunión, al parecer, se acordó que Platini votaría a favor de Catar y, a cambio, el país árabe ayudaría a superar la quiebra financiera que sufría el PSG. Le regalaron el Paris Sant Germain a los jeques cataríes para que con su dinero infinito pudiera lucir París un equipo de primera fila y conseguir superar así a un odioso equipo que en una capital de menor fuste consigue birlarle todas las copas de Europa. Por desgracia para ellos desde el año 2010 el Real Madrid ha ganado cinco títulos europeos por ninguno del equipo de la Ciudad de la Luz. Y por cierto este mundial si no hubiera sido por estas corruptas maniobras lo habría organizado España y Portugal, países mucho más futboleros que Qatar, que tiene por deporte nacional la represión de homosexuales y la humillación de las mujeres. Pero, Oh lá lá!, Francia consiguió el mundial para Qatar, y ahora éste le devuelve el favor colocando a Francia en la final y probablemente haciendo que lo gane. No me quiero ir con Francia. La presunta “grandeur” no es otra cosa que una mezcla de corrupción y prepotencia, hoy encarnada en el grimoso globalista Macron, cuya visión me recuerda demasiado al presidente español como para que me pueda caer bien.
Entonces, después de todo lo escrito, está claro que debería irme con Argentina. ¿no? Es lo lógico. Y así debería ser. Pero creo que me lo ponen imposible. Cuando se trata de futbol los argentinos se vuelven seres abyectos y se comportan como unas desquiciadas verduleras cuando no como la mismísima niña del exorcista. No es que en general el forofo futbolero no sea en cualquier lugar un boludo por usar sus palabras. Pero en el caso de los argentinos roza el delirio surrealista. Sale a relucir un míster Hyde en cuanto empieza a rodar el balón, y si se trata de la selección nacional, la cosa se va de madre. No hay más que recordar la veneración casi sacrílega que tienen por un chulo cocainómano, cuyo mayor mérito en la historia es haber metido un gol con la mano.
Pues bien un ejemplo de energumenismo lo tuvimos el otro día, en el que en un partido cualquiera de este mundial un árbitro español tuvo la osadía de pitarles algo que no les pareció bien y ello llevó a un periodista argentino, un tal Alejandro Fantino, a despacharse con las siguientes palabras “…. unos hijos de puta (los españoles), boludo. ¿Cómo no te vas a enojar? Los roban a Uruguay como los roban. …. ¡Son unos ladrones! Hace 500 años que nos roban, hace 500 años nos robaron el oro, la plata, nos trajeron enfermedades y nos hicieron mierda ¡Y ahora nos siguen garchando estos hijos de puta! ¡Hijo de puta! ¡Ladrones hijos de puta! ¡Ladrones! ¡Soretes! ¡Chorros! .
Aunque se entiende casi todo, se aclara que en lunfardo “garchar” significa coger en el sentido que le dan por aquellas tierras; “Soretes”, es algo así como una porción de excrementos y “Chorros”, los que son amigos de lo ajeno (¿Se referirá la expresión a los chorros de pasta que se ha embolsado Cristina F. K.?)
Hecha esta aclaración, lo relevante es la continua aparición de los tópicos negrolegendarios contra España a las primeras de cambio. Para los que niegan la existencia de la leyenda negra o la ven como algo del pasado hoy superado, esto es un ejemplo de que eso no es así, que sigue siendo un argumento que sale a relucir contra España y los españoles en cuanto se da la primera ocasión. Se puede argumentar que ese señor es un descerebrado, que lo es, con el atenuante de obnubilación futbolera transitoria, y que afortunadamente no todos los argentinos son así. Pero aunque todo eso es cierto, también lo es que ese tipo no hubiera utilizado esa sarta de tópicos antiespañoles si no estuvieran flotando por el subconsciente colectivo de las gentes que forman esa nación y posiblemente muchas otras.
No voy a perder demasiado tiempo en rebatir los argumentos, que son grotescos en un argentino que tiene apellidos europeos, ya que sería él mismo el culpable de los males que acusa. Además, que un argentino, patria de los Kirchner, llame ladrones a los españoles por robar plata es un tropo poético pendiente de darle nombre porque soy incapaz de encuadrarlo en ninguna de las categorías habituales (En todo caso le recordaría aquello de la Venganza de don Mendo: “sabed que a mi lo hiperbólico no me resulta simpático”).
Además este ultra fanático argentino al llamar ladrones a todos los españoles sin excepción, sin saberlo está insultando a su idolatrado Messi, que aunque él no lo sepa tiene nacionalidad española (como casi todos los jugadores argentinos que juegan o han jugado en Europa, entre ellos el propio Messi, Ángel Correa, que juegan en la selección actualmente y otros muchos del pasado como Kun Agüero, Jorge Valdano, Cholo Simeone, y el mismísimo Alfredo Di Stefano) .
Me gusta el fútbol, pero detesto el mal gusto y la estética forofera que lo rodea. Lo vivo con pasión cuando es mi equipo o mi país los que juegan, pero intento por todos los medios no traspasar los límites de la educación y de la elegancia y no caer en la extravagancia de las chusmas desatadas, que parecen tener bula para exhibir lo más cutre de la sociedad cuando se juntan en manadas a celebrar una victoria o cuando sin pudor lloran hasta el exceso las derrotas.
En fin, volviendo a la elección de mi favorito, creo que Francia tendría a su favor que en general sus aficionados son algo más elegantes, más cercanos a los españoles en lo europeo y en el campo estético. Pero pese a todos los agravios, siento que Argentina es, como diría un mafioso, “uno de los nuestros”. Quiero olvidarme de ese periodista y sus insultos y excesos verbales, quiero olvidarme de los escupitajos del maleducado Messi, del cura Bergoglio y de algunos otros parecidos. Prefiero quedarme con el amor a España que tenían Juan Domingo y Evita, o Yrigoyen, o Enrique Larreta. Y en el mundo del Fútbol me quedaré con el saber estar y continencia de Valdano, con el afecto de Andrés Calamaro, y con tantos y tantos otros argentinos anónimos que me he cruzado en la vida y que he sentido como personas cercanas, mucho más que los engallados franceses.
A pesar de todo, haciendo de tripas corazón, pondré la otra mejilla, y apoyaré sin reservas a Argentina. Qué Dios reparta suerte.
Acaba de aprobarse en España la enésima disposición sobre la llamada “memoria histórica.”, en esta ocasión se le ha denominado como “Ley de Memoria Democrática”, aunque es familiarmente conocida como “Ley Bildu”, por las exigencias y concesiones que se hace en la misma a esta organización política, heredera de la banda terrorista Eta.
La ley es infumable en mi modesta opinión y un ataque consciente y deliberado a la libertad de expresión, a la libertad de pensamiento, a la libertad de cátedra, y al sentido común. La ley es el fruto de la ideología que la sustenta, que es la de imponer una visión de la historia sobre otra, es lo mismo que se hizo en el franquismo, pero peor. Porque al menos ellos tenían la disculpa de haber ganado la guerra. Con la ley de Memoria democrática se aprueba una ley totalitaria, censora y revanchista, que deja sin reconocimiento al dolor padecido en el llamado bando nacional. Solo el sufrimiento de los republicanos es legítimo. Lo que nos dice esta ley es que los que fueron asesinados por defender la Cruz o por defenderse del comunismo están bien muertos, se lo merecían y por ello sólo les corresponde el olvido y la vergüenza. Y ello a diferencia de los que defendieron la República, los que lucharon por la hoz y el martillo estalinista, que hicieran lo que hicieran estuvo bien hecho. Paracuellos fue una matanza legítima.
Con la actual ley se traspasan todas las fronteras del sectarismo y el rencor. Excede con mucho lo que perseguían las anteriores leyes, ya excesivamente tendenciosas, pero que tenían una justificación en el hecho de que buscaban dar reconocimiento a las personas que formaron parte del bando republicano a los que había ignorado el régimen de Franco. Pero eso ya no basta, lo que la ley actual dice es que hay que borrar al contrario, eliminarlo, proscribirlo de los libros de historia.
Pero no quiero extenderme demasiado en las maldades e iniquidades de la injusta, revanchista, rencorosa y nefasta ley que nos han procurado los apologetas de las checas, las sacas, los paseos que nos gobiernan actualmente, sino más bien intentar hacer una reflexión de mi situación personal acerca de este tema a lo largo de mi vida.
Lo primero que quiero afirmar es que realmente mi experiencia personal sobre la memoria de la guerra civil es más bien escasa. En mi casa y en mi familia se hablaba muy poco de la guerra en términos políticos. Sí como una referencia al pasado en el que había escaseces, o cartillas de racionamiento, miedo, o inseguridad … pero no guardo una experiencia que me hiciera sentir la guerra civil como una tragedia familiar, que afortunadamente para mi familia no lo fue, salvo alguna excepción que indicaré.
Lo cierto es que mi padre tenía escasamente doce años cuando estalló la guerra y mi madre apenas uno, por lo que no lo vivieron como combatientes o con mucho uso de razón. Y también que mi padre murió cuando yo tenía 7 años, por lo que no pude tampoco conversar sobre este tema, por razones obvias. De la generación que vivió la guerra ya en edad adulta, sólo mi abuela materna vivió lo suficiente para transmitirme alguna referencia. Y lo cierto es que no recuerdo ninguna conversación sobre este tema. Ella no me contó nada por su propia iniciativa y yo tampoco le pregunté. Creo que nos interesaba más el presente que el pasado. Lo que quiero transmitir es que al menos en mi familia era un tema no habitual, no presente, no cotidiano. Ahora quiero entender que esto era porque tal vez fuera una parte de un pasado que no apetecía recordar. Puede que esto fuera porque no hubo un trauma familiar concreto. Y porque la mayor parte de mi familia, según creo, se encuadró dentro del bando de los ganadores.
Es posible que yo esté desinformado y no me haya enterado de algún agravio concreto, y puede también que mi memoria no funcione correctamente, y que no recuerde cosas que me hubieran contado mis tíos u otros allegados de más edad. En todo caso no han quedado fijadas para poder recordarlas ahora y escribirlas en estas líneas. Soy consciente de que se fijan en la memoria de manera más intensa los agravios, las humillaciones, las vejaciones, el sufrimiento y sobre todo el haber sido víctima directa de algunos de los horribles crímenes que se cometieron por todas las partes en lucha. Si a mi abuelo lo hubieran “paseado” cualquiera de los dos bandos, con toda probabilidad mis padres no lo habrían olvidado y guardarían un rencor hacia sus ejecutores, sean de bando que fueran. Creo que me hubiera enterado de ello. Por el contrario, si mi abuelo hubiera sido de los que salían a realizar ejecuciones de otras personas, probablemente no gustaría recordarlo. Pero seguramente me lo hubieran hecho saber algunos de los que lo hubieran padecido o sus descendientes.
Esto ya me proporciona una primera reflexión y es que la memoria es como un barco que sirve para transportar los agravios al presente, para actualizarlos. La memoria es a menudo un cargamento de rencor. Esto la diferencia netamente de la historia que actualiza hechos asépticos, acontecimientos pasados de los que se pueden más o menos aprender, pero no están pasados por el tamiz de los sentimientos personales. La memoria es selectiva, fija lo que nos interesa recordar y suprime lo que consideramos innecesario o lo que nos hace daño actualizar. La memoria retuerce la realidad como si fueran los espejos del callejón del gato. Es profundamente traicionera. La memoria es además necesariamente subjetiva, y frente a ella la historia es o debería ser objetiva. Por ello hablar de “memoria histórica” es una contradicción en los términos. Una aporía. Porque o bien es memoria, es decir recuerdo personal deformado por sentimientos, por intereses, por olvidos voluntarios o involuntarios y además siempre fruto de una visión parcial y no siempre contrastada, o es historia que como disciplina científica debe ser objetiva, partiendo de hechos probados, e incontrovertidos.
Pero si el concepto “memoria histórica” es contradictorio, no es una contradicción desinteresada, sino que es un importante instrumento político que consiste en suprimir de hecho la historia como realidad objetiva, para sustituirla por una ensoñación que viaja a través de la mente de determinados individuos, que descarta y pretiere la visión o recuerdos de otras personas, y que por razón de la acción política se quiere que se convierta en un sustrato colectivo e indiscutible. Una especie de «ídolos de la tribu» de los que hablaba Bacon. Y así la “memoria histórica” se transforma en lo que se denomina “memoria democrática”, que es tanto como decir que los recuerdos dejan de ser algo personal, autónomo y espontáneo y se convierten en un elemento valorativo del pasado. Solo es memoria legítima y tanto historia legítima, aquello que lleve el marchamo de “democrático”. El resto debe desvanecerse en el olvido, como los personajes que desaparecían de las fotografías de Stalin.
Por supuesto para esta reciente ley “democrático” es lo que defendió un bando en la Guerra Civil y no el otro. Afirmación falsa donde las haya porque en sentido estricto la democracia no estuvo para nada presente en ninguno de los dos bandos que lucharon en la Guerra Civil. Si demócrata no fue el bando nacional, todavía menos lo fue el republicano, que defendía sin remordimientos un régimen soviético. A menos que tengamos que aceptar que las democracias populares del telón de acero son más aceptables que la democracia orgánica de Franco.
Y para legitimar y blanquear retrospectivamente a uno de los bandos de la guerra se utilizan los medios habituales por los que el poder se impone. En primer lugar se emplean los medios de comunicación y de influencia social, como es el cine y medios audiovisuales, en los que solamente se cuenta una parte de la realidad, pero de manera que se genera la sensación de que eso fue lo real. Y cuando con ello no es suficiente se refuerza con leyes que suprimen de un plumazo la realidad de lo acontecido y la sustituyen por propaganda retrospectiva. Y ya en el súmmum de la arbitrariedad y el fanatismo, se prohíbe al contrario ni siquiera conservar los sentimientos que navegan en su propia memoria personal. Se prohíbe, se sanciona, se censura el pensamiento y la memoria personal cuando es «no democrática» , pero eso sí, quienes lo perpetran siguen siendo demócratas.
Y tras esta introducción que sin querer ha sido demasiado extensa, regreso al verdadero propósito, qué es el de repasar mi vivencia personal o mejor dicho familiar, y por tanto a la memoria familiar y personal. Y en relación a ellos ello quiero destacar y centrarme en dos cuestiones.
La primera de ellas es que sí que tuve un familiar cercano, mi tío abuelo paterno, que murió en combate en la guerra. Militar de carrera murió en el Alto de los Leones luchando por lo que creía correcto. Siempre lo supe, pero no pasó durante muchos años de ser para mí un dato, un hecho que no me había generado demasiada reflexión ni emociones particulares. Pero esta situación cambia ya que según la ley de Memoria democrática (artículo 3 párrafos 1 A y 3), son víctimas los fallecidos como consecuencia de la Guerra después del 18 de julio de 1936 y también los parientes colaterales hasta el cuarto grado, por lo técnicamente al ser sobrino-nieto de un fallecido en la guerra, soy una víctima para esa malhadada ley. Además el artículo 1.2 de la Ley dice que el objetivo de la misma es “recuperación de la memoria personal , familiar y colectiva”. Dicho y hecho. Me he puesto a investigar y a conocer los pormenores de los acontecimientos que rodearon a la muerte de mi tío abuelo. Y por supuesto esto ha hecho que me haya dedicado a buscar lo que ocurrió en esa montaña que era conocida como el alto del León y desde entonces como el “Alto de los Leones de Castilla”. He leído con pasión los hechos de la encarnizada lucha que tuvo lugar en el puerto de Guadarrama para por un lado evitar que las fuerzas republicanas salieran de la provincia de Madrid hacia Castilla la Vieja y defender con ardor la posición en una lucha sin cuartel por cada metro cuadrado. Me he encontrado a militares valerosos, luchando cuerpo a cuerpo las órdenes del heroico Coronel Serrador, unidos a idealistas de la falange como José Antonio Girón de Velasco , o como el que fue matado a traición por una partida de milicianos cuando se acercaba al frente en el segoviano pueblo de Labajos, Onésimo Redondo. Todos ellos luchando hasta la extenuación bajo el abrasador sol del mes de julio, defendiendo cada metro, hasta conseguir tomar la explanada donde estaba el monumento del león, al que un joven falangista bajo una lluvia de balas llevó una rosa en la boca y la depositó en la estatua. Fueron hombres imbuidos por un ardor y motivación que les hacía perder la vida con orgullo de luchar por lo que creían y que era defender a todo un pueblo de caer bajo el yugo de la esclavitud soviética. Todo ello fue al comienzo de la guerra y era un objetivo militar vital para ambos bandos ese puesto, defenderlo para los alzados era defender toda Castilla la vieja y que no cayera en manos del Gobierno de Madrid.
Encontré en la Revista de Historia Militar (Del Servicio Histórico Militar), número 52, publicada en 1986 (https://publicaciones.defensa.gob.es/media/downloadable/files/links/R/E/REVISTAS_PDF653.pdf) un minucioso estudio del Coronel D. Ricardo Serrador Aniño, en el que aparece mencionado en tan heroico episodio la llegada desde el Cuartel de la Victoria de Salamanca del Comandante Don Juan Antonio Toribio de Dios, precisamente mi tío abuelo. Murió atravesado por las balas de los rojos defendiendo bravamente la conquista del Alto del León conseguida unos días antes y fuertemente acosada por los milicianos y por los bombardeos de los Tupolev rusos. También estuvo allí y fue herido otro familiar, un primo de mi padre D. Cástor Manzanera, quien afortunadamente sobrevivió y al que conocí mucho de niño y aprecié sinceramente su actitud siempre cariñosa hacia mí y mis hermanos. Me siento orgulloso de ellos como de tantos otros españoles que lucharon por sus ideales. Profundamente orgulloso de que una parte de mi familia haya dado su sangre defendiendo a España de las hordas marxistas y ninguna ley me va a hacer cambiar de opinión. Quizás me obligue a ocultarla como ocurre en los regímenes totalitarios, pero no a renunciar a mis sentimientos. No sé si era el objetivo de la Ley, (estoy seguro de que no lo era) pero en mi caso ha conseguido que investigue los hechos de la historia y que los hechos me emocionen y se conviertan en parte de mi memoria, aunque sea libresca, y no transmitida directamente por mis ancestros.
Pero quiero además entresacar de mis muchos años una segunda experiencia sobre el recuerdo de la guerra. Ello me lleva al año 1981 aproximadamente. Estamos celebrando una tranquila merienda familiar con mis tíos abuelos maternos con los que siempre mantuve una muy estrecha relación y afecto. Todo iba bien hasta que mi hermana mayor le anuncia a mi tía abuela que se va a casar y que lo va a hacer una persona de su mismo pueblo. Esperábamos la enhorabuena, cuando en realidad se produjo lo contrario. Mi tía cambio de cara, y dijo que no se alegraba en absoluto, que esta persona era de una familia que les había hecho mucho daño en la guerra y que lamentaba emparentar con ellos (realmente ya tenía ciertos vínculos, pues un concuñado suyo era de esa misma familia, padre del novio de mi hermana) . En ese momento, yo, que tenía 16 o 17 años no entendí nada, no sabía en realidad de qué estaba hablando mi tía, ya que como dije, vivía al margen de la realidad de aquella guerra, que para mí era cosa del pasado y cosa de otros.
Ello me llevó a indagar y llegué a saber que mi bisabuelo materno, llamado Baltasar, era republicano e izquierdista y que efectivamente los falangistas del pueblo entre los que estaban algunos miembros de la familia del novio de mi hermana, debieron causarles sufrimientos. No sé exactamente qué pudo llegar a pasar, desconozco los hechos concretos, pero fueran lo que fueran mi tía no los había olvidado. En cualquier caso, por ese medio llegué a saber que mi abuelo Agustín era de familia republicana e izquierdista. Murió mi abuelo cuando yo tenía siete años, pero esta corta edad me bastó para tenerle por la persona más buena y cariñosa del mundo. Nunca hablé con él de política obviamente, pero sí que puedo decir que mi abuelo, que era médico, fue durante más de veinte años alcalde de un pueblo de Salamanca, cuando los alcaldes eran todos ellos hasta los de los pueblos más pequeños controlados por el Secretario General del Movimiento y los Gobernadores Civiles. Mi abuelo, de familia republicana de la que nunca renegó, fue muchos años alcalde durante el franquismo, y su hija, mi madre, se casó con un militar del mismo pueblo que él y que era sobrino del comandante que murió en el Alto de los Leones defendiendo la causa de Franco.
Creo que la moraleja está clara. La primera es que el franquismo era más integrador y conciliador en muchos casos que lo que lo son los actuales mandatarios. Y otra es que muchas personas que vivieron la guerra dieron una lección de superación de rencores y convivencia. Y que algunos de los nietos han sufrido una recesión en el proceso de perdón y acercamiento entre españoles y han rescatado el odio y el rencor que se destapó en la guerra y no soportan que hubiera habido un entendimiento, una superación de los traumas causados, que hubiera habido una reconciliación real entre las gentes, con todos los matices que se quieran. Por la sociedad española, se ha tenido muy claro que la vida sigue adelante y que incluso con su dosis de injusticia es preferible el olvido a la memoria.
Esta reflexión me ha hecho recordar algo que leí hace ya muchos años, era un escrito denominado «diálogo entre el Olvido y la Memoria» de Cristóbal de Castillejo, que ya en el Siglo XVI, consideraba mucho más sensato, más terapéutico para el bienestar de las personas y de los pueblos el olvido que la memoria. Reproduzco algunos de los argumentos del Olvido, y reproches que le hace a la “Memoria”:
Dime tú, Memoria, di,
que presumes sin derecho,
¿por qué causa el mundo a ti
loa y precia más que a mí,
que le soy de más provecho?
Tú con tu importunidad
les causas guerra contina,
yo paz y tranquilidad;
éreles enfermedad,
yo salud y medicina.
…
Las dulces cosas pasadas,
acordadas, dan pasión,
y las duras y pasadas,
también, no siendo olvidadas,
aprietan el coraçón;
En una reciente entrevista televisiva, el escritor y polemista Arturo Pérez Reverte afirmó que el mundo que conocemos y en el que estamos viviendo se está acabando. Asimismo afirmó que no tiene solución, pero que lo que sí tenemos es la opción de elegir la manera de acabar, o bien terminar pataleando y resistiéndonos, o bien aceptar el fin con naturalidad. Consideraba que la opción correcta era la segunda y al efecto proponía educar para que nuestros niños y también los mayores asuman y acepten un ocaso sereno y digno.
Realmente se refería a que nuestro mundo está acosado por el empuje de las fuerzas mundiales emergentes, tales como el Islam, las migraciones africanas y la enorme fuerza de China y otros frentes exteriores que nos acosan y nos acabarán destruyendo. Frente a ellos, en su opinión, no tenemos nada que hacer los países occidentales, profundamente debilitados y delicuescentes. Y en esto puede que tenga razón.
No se refería este escritor sin embargo a otros ataques a nuestra forma de vida, que no vienen de potencias extranjeras, sino de fuerzas disolventes que tenemos en nuestro interior. Ignoraba, no sé si consciente o inconscientemente, a las ideologías que como una plaga se extienden por nuestra sociedad, alentadas no por otros países sino por fuerzas políticas instrumentadas por grandes magnates y poderes financieros. No tiene un nombre preciso este enemigo, ni una cabeza visible, aunque sí muchos tentáculos menores que nos aguijonean.
Lo cierto es que la persistencia de estas fuerzas internas que dominan a los países y sociedades occidentales son una de las claves de nuestra debilidad exterior frente a esas otras potencias. La forma de vida y valores que propugna la ideología dominante en España y en toda Europa, nos hacen más débiles cada día. Y no de una manera indirecta sino de una forma esencial, ya que lo que se defiende desde esos postulados es la existencia de un ser humano sumiso, pasivo y bastante atrabiliario, que cree vivir en un parque de atracciones donde nada puede hacerle infeliz. Un tipo humano sometido a una especie de ensoñación en la que juega a salvar el planeta si deja de generar humo, en la que cree que por vivir en unos países que se entretuvieron en pintar cuadros y componer sinfonías, en los que se construyeron palacios y catedrales, no puede ser atacado por la realidad.
Esta posición no es otra cosa que una suerte de pensamiento mágico conforme al cual por mantener actitudes éticas según nuestro criterio vamos a triunfar, y que se alimenta de una superstición basada en que necesariamente ganaremos porque somos los buenos, los más guays del planeta, los que tenemos mejores sentimientos, y las intenciones más elevadas. Eso sí, siempre que respetemos y veneremos a todos los santones e ídolos del panteón de la progresía. Pero a pesar de la confortabilidad en la que nos mantiene sumidos, esta burbuja en la que vivimos encerrados, no nos protege de la insensibilidad y barbarie de quienes no comparten nuestra visión del mundo. De nada nos va a valer la técnica del avestruz.
Con nuestra superioridad moral impostada estamos inermes ante la dependencia económica y energética de terceros, ante invasiones migratorias, ante ataques informáticos, y tampoco estamos protegidos de los misiles y de los ejércitos que se mueven por el tablero de risk mundial. En suma, estamos indefensos, pero además estamos confiados en nuestra invulnerabilidad e ignorantes de todo lo que se nos puede venir encima.
Y aquí es donde vuelvo a la opinión inicial del autor de “Alatriste”. Lo que nos propone es que frente a esas invasiones y ataques nos quedemos aceptando serenamente nuestro destino y sin oponer resistencia. Si se tratara de una violación, este escritor lo que recomendaría a la violada es aquello de “relájate y disfruta”. No vale la pena oponer resistencia ante la inevitabilidad del mal. Pero yo no puedo estar más en desacuerdo.
Esta posición de relajación ante lo supuestamente inevitable es una actitud cobarde, claudicante y complaciente con los poderes a los que supuestamente critica. En mi opinión la única opción éticamente admisible es oponerse con todas las fuerzas posibles a la dominación por nuestros enemigos. Luchar y resistir hasta donde sea posible. Entiéndase por tales enemigos a China, a Estados Unidos, a los países Islámicos, y a todo aquel que se quiera plantear que tiene derecho a dominarnos y a imponernos otra forma de vida para satisfacer sus intereses. Y en realidad quiero dejar claro que a mí me da lo mismo como esos países quieran vivir y las costumbres que quieran mantener. Es su problema y creo que hay que respetarles, siempre y hasta el momento en que pretendan inmiscuirse en mis asuntos. Si me opongo a ellos es por que quieren acabar con mi cultura y mi forma de vida. Y por ello también me opongo con igual virulencia a aquellos otros que desde dentro tienen idéntica finalidad.
En mi opinión la única forma de defenderse es obtener el respeto de esas potencias y para ello lo que hay que hacer de manera inmediata es liberarnos de las ideologías disolventes de nuestra cultura y modo de vida. Escaparnos de estos planes de laboratorio que han diseñado a las generaciones de jóvenes más pusilánimes y atolondrados, que creen que todo se arreglará si somos respetuosos con la diversidad sexual, si suprimimos las ventosidades de las vacas, eliminamos los plásticos y vamos todos en patinete eléctrico. No digo que estén mal estas cosas, digo que no pueden ser un fin en sí mismo.
Estoy convencido de que lo verdaderamente importante es tener fuerza para defendernos, fuerza interior, es decir convicciones de que queremos mantener una forma de vida, y fuerza exterior, es decir ejércitos y armas y valor para emplearlas para hacer valer nuestra soberanía real. Recuperar la energía perdida y que nos hizo ser una civilización de la que podríamos sentirnos orgullosos. Si seguimos instalados en la debilidad física y mental ocurrirá previsiblemente que seremos arrasados, no podremos seguramente ya vivir en la forma que queremos.
Pero lo que sí parece seguro es que también serán arrasadas todas las melindrosidades de los meapilas del calentamiento global, de los apologetas del veganismo, de las falsedades de las ideologías de género, de los animalistas talibanes y tantas cosas por el estilo. Es una curiosa paradoja, la deriva de la cultura de los países occidentales nos hace más odiosos a los ojos de nuestros enemigos y nos hace vulnerables frente a ellos, y puede que esa debilidad sea la causa de la destrucción de la ideología que nos debilita y nos haga recuperar nuestra esencia, liberándonos de las artificiosidades y devaneos de la ideología woke. A lo mejor con una bofetada de la realidad algún día despertamos de esta ensoñación.
El otoño es para mí la época más maravillosa del año. No todos los otoños son iguales, desde luego, ni en lo meteorológico ni en lo personal, y ya voy acumulando una cierta experiencia, ya que llevo a mis espaldas más de cincuenta. Pero como característica general se podría decir que es un tiempo para reflexionar, aunque dicho así tal vez sea injusto, porque haría irreflexivas las otras épocas el año, lo que no parece aceptable. Por ello prefiero entender el otoño como un tiempo para contemplar. No hay momento mejor que éste para contemplar la naturaleza, para quedarse extasiado ante el espectáculo del paisaje cambiante, mutante, distinto cada día y casi se diría a cada hora. Frente a la continuidad y estabilidad tanto del verano como del invierno deshojado, los cambios, las transiciones, la dialéctica se producen en los dos equinoccios, uno para vestir a las plantas de colores monocromos y otra para desvestirla con un festival de policromías. Y si la primavera es una acción de impulso, de generación, de captación de energía y el otoño es una reacción de la naturaleza, arrepentida de su anterior entusiasmo. El otoño es el remordimiento de la naturaleza de haber tenido la osadía de tener una explosión tan atrevida, tan arrogante, tan presuntuosa.
Con el cambio de las estaciones la naturaleza nos dice que no podemos ir continuamente en un movimiento inacabable, rectilíneo, sino que tras cada emoción llega un recogimiento, tras cada explosión una implosión, tras una ilusión un desengaño. Así el otoño es un descanso para la naturaleza y si queremos aprender la lección también debería serlo para nosotros. Nos invita a la inacción, a contemplar, a escudriñar, a la introspección, a interiorizar lo que nos llega del exterior a través de los sentidos. Con la primera hoja desprendida de un árbol nos llega un mensaje que nos recuerda aquello de memento mori, que nos invita en un primer momento a que procedamos a reflexionar. Pero algo nos paraliza en este proceso porque las hojas siguen cayendo, los árboles tiñéndose de un colorido sin par, y esto hace que nos detengamos ante el espectáculo, nos sintamos como hipnotizados. Se abandona el pensamiento, que deja de navegar por los discursos y meandros de la mente, y queda sólo la percepción de la belleza sin comprensión alguna. La reflexión se convierte en contemplación.
Si la cuaresma cristiana comienza en el otro equinoccio con el “pulvis eris et pulvis reverteris”, como advertencia a la ceniza que quiere dejar ya de serlo sobre lo que ha de venir, realizada en el momento mismo de la concepción, del nacimiento, antes de brotar la vida. E insisto, es la advertencia no de la ceniza a los hombres a los que se le impone, sino un mensaje dirigido a la propia ceniza, de que, aunque se reencarne en un nuevo ser, al final será lo mismo de nuevo. Es como si se le dijera, no te emociones con dejar de ser ceniza y volver a ser nuevamente un ser viviente, un fénix alado, que sin remedio serás otra vez lo mismo, volverás a ser polvo. La admonición es que no nos dejemos embaucar por la ilusión, que no es más que eso, fantasmas deambulando por lo inconcreto. Ahora en otoño llega la confirmación de aquella promesa, la constatación de que nada es perdurable, la caducidad y el acabamiento.
Pero no todo está perdido, y es la verdadera belleza del otoño, gozar de la contemplación, el disfrute de los matices de cada hoja rojiza de las vides, de los montes vestidos de capas ocres, amarillas y verdes, de la llegada de la ansiada lluvia que ablanda los suelos y permite renacer a los hongos y los musgos. Soy consciente de que esa contemplación es una adoración estética de la naturaleza y en el fondo sólo produce un placer efímero, que son así todos los placeres que nos procuran los sentidos. Es por ello que la contemplación que nos procura el otoño, con ser hermosa, no sacia ni responde algunas preguntas que nos hacemos en cuanto llega la noche, nos deja una insatisfacción a veces profunda, y por ello genera melancolía.
Como dijo Machado, quien habla sólo espera hablar con Dios un día. De igual modo quien contempla, sólo espera contemplar a Dios un día. Y por ello nuestra contemplación otoñal se nos presenta como un pequeño símbolo, una visión agradable y que pellizca el alma brevemente, pero únicamente como una metáfora incompleta de la verdadera contemplación. Esta última nos llevaría con los ojos cerrados a la visión de los valles interiores, de los montes salpicados de verdes prados, de territorios ignotos que muy pocos han saboreado. El otoño así se presenta como la época ideal para la vía mística, para tratar de emular a Miguel de Molinos o Juan de la Cruz, para la contemplación pura, para recibir pasivamente la plenitud, que tampoco fuimos capaces de conquistar al asalto y con la acción exterior de la cruzada que propone la primavera.
Esa contemplación pura e interior que lleva al total desprendimiento del cuerpo como los árboles de las hojas, supone un momento de plenitud que definió María Zambrano como los claros del bosque. Y no es menos cierto que su aceptación la dejó perpleja en su madurez, después de tanto transitar un vitalismo un tanto prometeico y excesivamente intelectual, asumió finalmente que esa visión y contemplación de la cara de Dios, no se alcanza por la reflexión y el discurso científico, sino que sólo llega para unos pocos de los mortales, y ello sólo ocurre si uno encuentra por azar en su camino un claro en el bosque. Pero la posibilidad de encontrar ese lugar escogido, es menos difícil, o diríamos es menos imposible, si miramos hacia el lugar correcto, si adoptamos una predisposición para que ello ocurra. No es fácil la tarea, pero tengo para mí que es algo más sencilla en otoño.