El otoño es para mí la época más maravillosa del año. No todos los otoños son iguales, desde luego, ni en lo meteorológico ni en lo personal, y ya voy acumulando una cierta experiencia, ya que llevo a mis espaldas más de cincuenta. Pero como característica general se podría decir que es un tiempo para reflexionar, aunque dicho así tal vez sea injusto, porque haría irreflexivas las otras épocas el año, lo que no parece aceptable. Por ello prefiero entender el otoño como un tiempo para contemplar. No hay momento mejor que éste para contemplar la naturaleza, para quedarse extasiado ante el espectáculo del paisaje cambiante, mutante, distinto cada día y casi se diría a cada hora. Frente a la continuidad y estabilidad tanto del verano como del invierno deshojado, los cambios, las transiciones, la dialéctica se producen en los dos equinoccios, uno para vestir a las plantas de colores monocromos y otra para desvestirla con un festival de policromías. Y si la primavera es una acción de impulso, de generación, de captación de energía y el otoño es una reacción de la naturaleza, arrepentida de su anterior entusiasmo. El otoño es el remordimiento de la naturaleza de haber tenido la osadía de tener una explosión tan atrevida, tan arrogante, tan presuntuosa.
Con el cambio de las estaciones la naturaleza nos dice que no podemos ir continuamente en un movimiento inacabable, rectilíneo, sino que tras cada emoción llega un recogimiento, tras cada explosión una implosión, tras una ilusión un desengaño. Así el otoño es un descanso para la naturaleza y si queremos aprender la lección también debería serlo para nosotros. Nos invita a la inacción, a contemplar, a escudriñar, a la introspección, a interiorizar lo que nos llega del exterior a través de los sentidos. Con la primera hoja desprendida de un árbol nos llega un mensaje que nos recuerda aquello de memento mori, que nos invita en un primer momento a que procedamos a reflexionar. Pero algo nos paraliza en este proceso porque las hojas siguen cayendo, los árboles tiñéndose de un colorido sin par, y esto hace que nos detengamos ante el espectáculo, nos sintamos como hipnotizados. Se abandona el pensamiento, que deja de navegar por los discursos y meandros de la mente, y queda sólo la percepción de la belleza sin comprensión alguna. La reflexión se convierte en contemplación.
Si la cuaresma cristiana comienza en el otro equinoccio con el “pulvis eris et pulvis reverteris”, como advertencia a la ceniza que quiere dejar ya de serlo sobre lo que ha de venir, realizada en el momento mismo de la concepción, del nacimiento, antes de brotar la vida. E insisto, es la advertencia no de la ceniza a los hombres a los que se le impone, sino un mensaje dirigido a la propia ceniza, de que, aunque se reencarne en un nuevo ser, al final será lo mismo de nuevo. Es como si se le dijera, no te emociones con dejar de ser ceniza y volver a ser nuevamente un ser viviente, un fénix alado, que sin remedio serás otra vez lo mismo, volverás a ser polvo. La admonición es que no nos dejemos embaucar por la ilusión, que no es más que eso, fantasmas deambulando por lo inconcreto. Ahora en otoño llega la confirmación de aquella promesa, la constatación de que nada es perdurable, la caducidad y el acabamiento.
Pero no todo está perdido, y es la verdadera belleza del otoño, gozar de la contemplación, el disfrute de los matices de cada hoja rojiza de las vides, de los montes vestidos de capas ocres, amarillas y verdes, de la llegada de la ansiada lluvia que ablanda los suelos y permite renacer a los hongos y los musgos. Soy consciente de que esa contemplación es una adoración estética de la naturaleza y en el fondo sólo produce un placer efímero, que son así todos los placeres que nos procuran los sentidos. Es por ello que la contemplación que nos procura el otoño, con ser hermosa, no sacia ni responde algunas preguntas que nos hacemos en cuanto llega la noche, nos deja una insatisfacción a veces profunda, y por ello genera melancolía.
Como dijo Machado, quien habla sólo espera hablar con Dios un día. De igual modo quien contempla, sólo espera contemplar a Dios un día. Y por ello nuestra contemplación otoñal se nos presenta como un pequeño símbolo, una visión agradable y que pellizca el alma brevemente, pero únicamente como una metáfora incompleta de la verdadera contemplación. Esta última nos llevaría con los ojos cerrados a la visión de los valles interiores, de los montes salpicados de verdes prados, de territorios ignotos que muy pocos han saboreado. El otoño así se presenta como la época ideal para la vía mística, para tratar de emular a Miguel de Molinos o Juan de la Cruz, para la contemplación pura, para recibir pasivamente la plenitud, que tampoco fuimos capaces de conquistar al asalto y con la acción exterior de la cruzada que propone la primavera.
Esa contemplación pura e interior que lleva al total desprendimiento del cuerpo como los árboles de las hojas, supone un momento de plenitud que definió María Zambrano como los claros del bosque. Y no es menos cierto que su aceptación la dejó perpleja en su madurez, después de tanto transitar un vitalismo un tanto prometeico y excesivamente intelectual, asumió finalmente que esa visión y contemplación de la cara de Dios, no se alcanza por la reflexión y el discurso científico, sino que sólo llega para unos pocos de los mortales, y ello sólo ocurre si uno encuentra por azar en su camino un claro en el bosque. Pero la posibilidad de encontrar ese lugar escogido, es menos difícil, o diríamos es menos imposible, si miramos hacia el lugar correcto, si adoptamos una predisposición para que ello ocurra. No es fácil la tarea, pero tengo para mí que es algo más sencilla en otoño.


