MONEY, MONEY, MONEY…

 Hoy he recibido una carta del banco. La verdad es que no es una carta de las de toda la vida, las que llegaban dentro de un sobre y con sus sellos y matasellos. Me empeño en llamarlo carta cuando en realidad es más bien una comunicación electrónica que he tenido que leer, al igual que el lector de estas líneas, en una pantalla de ordenador, tableta o teléfono, que igual da. Se trataba de una comunicación rutinaria y sin demasiado interés, de las que reitera periódicamente y a las que nunca les hago demasiado caso. Pero en esta ocasión algo me ha llamado la atención de ella, y es que he caído en la cuenta que el banco al que he confiado la custodia de  mis exiguos ahorrillos, analiza y critica mi pobre economía y me da consejos sobre lo que tengo que hacer con mi dinero. 

        En particular me ha chocado que el  banco se permite llamarme la atención porque he gastado en el último mes mucho dinero en gasolina y carburantes, y como solución me propone reducir mi huella de carbono adquiriendo un coche eléctrico. ¡Sapristi! Me dije al leerlo, (en  realidad empleé un término menos eufemístico, y bastante más vulgar). ¡Cómo es que un banco en el que tengo depositada mi confianza se atreve a juzgarme!  A meterse en mi vida y casi diría a insultarme por mi desagradable huella de carbono. No sé en realidad muy bien qué es eso de la huella de carbono, pero me malicio que no es nada bueno. Y es algo que yo debería seguramente saber, para estar al día en el manual del perfecto progre.

      Lo que me sorprende es que mi banco, tal y como está el precio de la gasolina, no se preocupe porque no llegue a fin de mes. Lo que preocupa es que eche humos a la atmósfera. Por ello me propone para resolverlo que me compre un coche eléctrico. Solución magnífica para el aire de la ciudad en la que vivo, pero letal para mi economía. Y parece que el banco se preocupa más por lo primero que por lo segundo. Vamos, que a mi banco mi economía le importa un pito. ¿Para quién trabaja? Debería ser para mí, que le pago, pero me temo que no es así.

     Pero lo que de verdad más me ha molestado es que se utilice la información que obtiene de mi confianza en usar sus servicios para afearme mi comportamiento y echarme en cara mi huella de carbono. Me pareció una desfachatez. Tiene a su disposición toda la información sobre mis finanzas (paupérrimas, insisto) y sobre todos mis pagos. Y así la utiliza. Me pregunto, ¿Qué será lo próximo? ¿Escrutar mi gasto en productos de limpieza y si no le parecen suficientes llamarme directamente guarro? ¿Reprocharme que no gasto lo suficiente en restaurantes, copas, preservativos, y sacar la conclusión que mi vida amorosa es un desastre, y recomendarme tinder  ó para ser todavía más progre  grinder?  O puede que simplemente me recomiende que aumente la inversión en desodorantes, eso sí, medioambientalmente sostenibles y sin clorofluorocarbonos. (por cierto, ya nadie habla de los otrora famosísimos CFC. La religión climática cambia más de santos que los precios en Argentina)

  Aparte de la grosería del banco de regañarme por mi mala conducta ambiental, y mis malos humos, llamados finamente mi huella de carbono, lo que verdaderamente me llama la atención es el control exhaustivo que tiene sobre mi economía, sobre mis hábitos y mis costumbres. Me indica pormenorizadamente lo que gasto cada mes en transporte, en supermercados, en seguros, en librerías y ocio, en restaurantes etc. Vamos que me tiene totalmente controlado y se toma la libertad de encima darme consejos y meterse en mi vida.

    Y este control ha aumentado exponencialmente desde la pandemia en la que una de las consignas fue generalizar el pago con la tarjeta de crédito, con la excusa de no tocar nada potencialmente contagiador del virus. De este modo ahora se ha extendido el pago con tarjeta incluso de cantidades ridículas, que antes nos hubiera dado rubor pagar de esta forma. Y por si fuera poco ya hasta se prescinde de la tarjeta y se paga directamente con el teléfono móvil. Dentro de poco pagaremos con la pupila, y si no al tiempo.

     Yo soy de los pocos que me empeño en seguir teniendo dinero en la cartera, y que me empeño en seguir pagando hasta donde me es posible con monedas y billetes. Ya empiezo a percibir una cierta sensación de ser un bicho raro, e incluso denoto a veces una cierta cara de malestar en ciertos cajeros y cobradores para quienes parece ser más complicado contar monedas y dar las vueltas. Pero no te lo ponen fácil, porque cada vez es más complicado procurarse billetes y monedas, dado que estos se deben obtener en los bancos físicos y en los cajeros automáticos y estos también cada vez escasean más y cada vez están más lejos. A los cajeros se les está poniendo cara de cabinas de teléfonos, es decir de reliquias del pasado.

     Está claro que el objetivo a medio plazo es la desaparición del dinero físico y la sustitución por dinero electrónico, lo cual será la peor noticia posible para la libertad de todos nosotros, la gente corriente. Por un lado supone que todos, absolutamente todos nuestros pagos están controlados, observados, analizados y escrutados, primero por el banco o las entidades que gestionan los medios de pago, pero de manera mediata por el Estado y por cualesquiera otros poderes que controlen o puedan controlar esos datos. Pasamos a ser uno entes monitorizados que informamos de todas nuestras decisiones personales que supongan un desembolso económico.

    Cuando en mi entorno intento hacer proselitismo del pago con metálico no suelo tener mucho éxito. Con frecuencia me replican diciendo algo así como que qué más da, que nos controlan igual, y que no somos nadie especial, no presentamos ningún interés particular para que nuestros datos le importen a nadie …. ¡Y es tan cómodo pagar con tarjeta o con el móvil!.  En fin que aceptamos acríticamente esta modalidad de pago, incluso a sabiendas que esto supone cierto control sobre nuestra vida. Pero es un control que no se percibe de manera inmediata, al menos de momento. O al menos no lo queremos percibir como amenaza a nuestra vida.

    Pero el camino iniciado es peligroso, no solo es que nos vigilen, analicen e impongan los hábitos de consumo, nuestras cada vez menos libres decisiones, es que esto es sólo el primer paso. Ya el banco al que me refería al principio ha actuado de avanzadilla al comenzar a criticar conductas y sugerir comportamientos correctos. De momento solo están en el ámbito de los consejos, pero de manera inevitable vendrán las admoniciones, las órdenes, las sanciones y las privaciones a quien no acepte y asuma los hábitos correctos. Y no podremos escondernos, cada pago nos delata.

   No es difícil imaginar que a quien gaste su dinero en consumos poco saludables se le acabe denegando la sanidad por irresponsable, o quien gaste más de lo debido en carnicerías sea llamado al orden por no tener responsabilidad medioambiental. Pero incluso esto no es ni siquiera lo peor. En esta deriva es inevitable que se acabe sustituyendo el dinero como medio de retribución del trabajo, para llegar a ser un medio de retribución de la fidelidad al poder. Esto ya ha ocurrido en algunos regímenes totalitarios como Cuba, Venezuela o la Rusia soviética, en la que solo tienen verdadero poder económico quienes son los miembros del partido a los que no se les niega nada y se condena a la miseria total a los que no forman parte de la nomenclatura. Para estos poderes tener todo el dinero controlado, sin excepción, lo que ocurre con la inexistencia de moneda circulando, supone tener el poder total. Pueden decidir a quien se le abre y a quien se le cierra el flujo económico virtual. Sin escapatoria posible.

  La desaparición del dinero es una tendencia que ya se inició hace tiempo con la desaparición del patrón oro. Como el oro era limitado, el sustento de la moneda era también limitado, y hacía que ese límite o freno a la creación de dinero molestara profundamente a los grandes financieros y todopoderosos amos del mundo, ávidos de riqueza y de poder sin límites. Dicen las malas lenguas que este interés por mantener el patrón oro le costó pasar a mejor vida a Kennedy. Casualmente fue su secretario del tesoro, que compartía el coche del presidente en Dallas, quien tras pasarse a los republicanos suprimió el patrón oro bajo el mandato de Nixon. Dicen también las malas lenguas que De Gaulle, estaba empeñado en la vuelta al patrón oro, pero no lo pudo lograr porque alguien le hizo caer después de que unos jovenzuelos flower-power le montaran la primera revolución de colorines, precursoras de todos los «maydanes» y 15M del mundo, que tuvo lugar en el mes de mayo de 1968. La imaginación al poder decían, cuando en realidad era cómo el poder, con imaginación, consigue lo que quiere. Los conspiranoicos no descansan, siempre inventando teorías disparatadas.

     El siguiente paso lógico, es la supresión del dinero metálico, de los billetes y de las monedas, que son también una molestia para el gran poder. Por un lado, hay quien osa esconder el dinero en su casa debajo del colchón, escapando al control y vigilancia del «Gran Hermano». Esos pequeños islotes de economía sumergida son una parte de la riqueza global que no está en sus manos, que no la controlan, que no la dominan, que se les escapa. En esta tarea se han asociado en una join venture provechosa los poderes financieros y los ingenieros sociales que diseñan la sociedad del futuro. Eso suponiendo  no sean los mismos.

         Por ello, yo que soy un descreído del cambio climático, estoy más preocupado por la huella económica que deja cada pago que hago con tarjeta de crédito que por la huella de carbono, que por otro lado dentro de nada será historia, para ser sustituida por otro cliché cualquiera con el que atemorizarnos. Por tanto, y siento blasfemar de esta manera, no me preocupan lo más mínimo los humos que suelta mi coche. Estoy más preocupado por mantener todo el dinero en metálico que puedo en el paraíso fiscal de mi colchón.

¿SIEMPRE NOS QUEDARÁ PARÍS?

    Lo siento, no puedo evitarlo, soy un futbolero empedernido. Sé que esto no cuadra con una imagen de diletante ilustrado, que puede ser la que se desprende de mis escritos en este blog.   He intentado borrarme muchas veces del mundo de los forofos. He intentado terapias de desintoxicación, y como si fuera un miembro de “futboleros anónimos” trato de convencerme que estar siempre pendiente del fútbol es una pérdida absoluta de tiempo, que no es nada productivo, que puede ser un camino directo al embrutecimiento. Me digo que es uno de los instrumentos de manipulación y control social más eficaces. Da igual. Nada funciona. Sigo enganchado a la droga del tapete verde en el que corretean veintidós jugadores persiguiendo una pelota. Y cada vez con más intensidad. Hubo unos años en que intenté en serio dejar de interesarme por el fútbol y casi llegué a conseguirlo. Pero como el fumador empedernido que lo deja, y le basta un pitillo en una boda para recaer en el vicio, a mí me basta un partidillo de nada, para volver a estar otra vez como un contumaz ludópata que no puede dejar la tragaperras.

       De nada sirven los enormes berrinches cuando pierde mi equipo, los potentes estados de abatimiento que me generan e incluso la fiebre real que me generan los partidos de más tensión. Al final tengo la mala suerte de ser seguidor de un equipo que gana casi siempre y que por fortuna para mi “futboldependencia” me proporciona muchas más alegrías que desazones. Con esta presentación ya se habrá adivinado que el equipo de mis amores es el Real Madrid.

       Pues bien, para un futbolero madridista impenitente como yo, no puede haber un estado más cercano al éxtasis que ganar el trofeo que de toda la vida era llamado la copa de Europa y ahora le dicen la “champions”. (Lo que peor llevo del futbol en general es la cantidad de anglicismos que nos coloca en la vida diaria, pero qué le vamos a hacer). Y por ello en estos días que mi equipo ha ganado la copa número catorce de su historia, y es con mucha diferencia, el más laureado de todos los equipos del mundo, no puedo menos que estar en un estado de euforia futbolera que comparto por otro lado con muchos de mis conciudadanos. Y no digo con todos, no solo porque hay a quien el futbol le importa un pito, sino también porque en esta ciudad hay otro equipo, cuyos seguidores solo saben acumular rencor y envidia, y a los que convenientemente localizados, intento no dirigirles en estos días la palabra por no herir su delicada sensibilidad. Cosa que por cierto no hacen conmigo en aquellos escasos momentos en que su equipo gana algún trofeíllo de cuarta categoría.

        Pero me voy por las ramas, me puede la pasión, y no voy a donde realmente quiero ir. Y es que la enorme alegría de ganar la “champions”, se ha visto empañada por los testimonios de primera mano que han llegado hasta mí de varias personas cercanas, y menos cercanas, de lo que han tenido que vivir en París al acudir a presenciar la final en el «Stade de France». Cuando el lunes después del triunfo felicité a un amigo madridista que me constaba que había ido a ver al Madrid al estadio parisino, me dijo con un rictus de preocupación: “ni me acuerdo del partido, lo que viví a la salida, me ha marcado, nunca he pasado tanto miedo, es la primera vez que he sentido que estaba en peligro mi vida.” Añadió muchos detalles sobre las hordas de delincuentes que les acosaban y atacaban. Entre lo que contó, como ejemplo, es que a un acompañante suyo le rajaron con un cúter la correa del reloj y se lo robaron, que vieron como dos chicas presas de terror las tenían varios acorraladas contra un coche y estaban sobándoles obscenamente los pechos … y todo ello con la total pasividad de la policía, que miraba para otro lado. Poco después otra persona me contó algo parecido, robos de teléfonos, varias personas exhibiendo impunemente navajas … también estaba absolutamente traumatizado.

       Aparte de estos testimonios directos, relatos parecidos han aparecido publicados en las redes sociales, muchos de personas anónimas y otros de personas conocidas como por ejemplo los de el tenista Feliciano López, el ex-baloncestista Lorenzo Sanz, o el Ceo de la empresa de telefonía Jazztel, argentino y judío,  Martín Varsvarsky, y muchos otros. Este último ha sido de los más expresivos en los medios y redes sociales. Transcribo dos de sus tweets: “La salida del estadio fue un total horror. Hordas de ladrones robando a los aficionados. Nunca vi algo así. Nos trataron de robar. Logramos escaparnos.” “Soy inmigrante en España y siempre apoyé la inmigración pero lo que vivimos anoche en París fue un horror para nuestra familia y todos los aficionados. Cientos de parisinos africanos atacando a los fans riéndose de nosotros y vernos en pánico. Era racismo, contra los europeos.”.

    No se trata de relatar todos los casos publicados para tener claro que lo ocurrido no fue algo normal para los españoles, y tampoco para los ingleses seguidores del Liverpool, que acudieron confiadamente a París a ver un evento futbolero, muchos de ellos con sus hijos menores. Los seguidores del futbol han tenido fama de violentos e incívicos, pero allí los violentos no eran los aficionados al fútbol, sino las víctimas, víctimas de una barbarie agresiva que campa sin ley por una de las más señeras capitales europeas. 

Parece que es algo conocido, pero yo lo ignoraba, que hay barrios enteros en determinadas ciudades a los que no se puede ir.  Había oído hablar de Molenbeek, pero creía que era una excepción. Pero no es así e incluso ya se les conoce como zonas «no-go» y solo en Francia hay catalogadas cerca de setecientas. Afortunadamente en Madrid esto no ocurre, no hay ningún barrio al que no se pueda ir, por periférico o humilde que sea. O al menos es la sensación que tengo y de hecho por diversas circunstancias a veces he caminado por estos barrios supuestamente “malos” y nunca he sentido una sensación de inseguridad.

    Lo ocurrido en París, concretamente en el barrio de Saint  Denis el día de la final de la champions, me ha abierto los ojos. Yo estuve allí hace bastantes años y ciertamente me pareció un barrio pobre y marginal, pero no aprecié nada especial más allá de una profunda multiculturalidad al caminar a pie los más de quinientos metros que separan el metro de la maravillosa basílica donde el Abad Suger instauró el gótico para iluminar a la cristiandad con sus espectaculares vidrieras. El Gótico fue el florecer de la civilización cristiana y es muy simbólico que allí tuviera su cuna y hoy sea Saint Denis el paradigma de su destrucción. El ejemplo de un lugar donde la civilización occidental y cristiana ha desaparecido de manera total de un territorio europeo.

     Pero no nos llevemos a engaño, es exactamente eso lo que se está persiguiendo por determinados poderes. Su propósito seguramente no es que reine la barbarie en estas zonas, pero ésta es un efecto secundario de las invasiones migratorias favorecidas e impulsadas en los últimos años. Se quiere una población aculturizada y desnaturalizada que prescinda de cualquier resorte cultural que los acabe volviendo molestos al poder. Lo que se persigue es llenar Europa de mano de obra barata y sumisa consiguiendo al tiempo que los que ya vivimos aquí cada vez seamos asimismo más sumisos y complacientes con el Nuevo Orden. Para ello hay que atraer a millones de personas de otros continentes, y no se me escapa que la mayoría de ellos son buenas personas y honrados trabajadores y padres de familia que vienen buscando una solución vital. Supongo que también vienen delincuentes, pero incluso éstos serán una minoría. Pero lo cierto es que la gente que campa a sus anchas en Saint Denis, y seguramente otros barrios de otras muchas ciudades, ya no son exactamente inmigrantes, son nacidos en Francia, incluso de tercera generación. Y sin embargo no están dispuestos a asumir la forma de vida del lugar donde están y a respetar mínimamente los valores que nos sirven de consenso para construir nuestra sociedad.

      En España, en mi opinión la situación es menos intensa, salvo en algunas zonas concretas de Cataluña y Este de Andalucía, posiblemente por la razón de que las personas que han venido desde otros países han sido en su gran mayoría hispanoamericanos, lo cual hace que de manera inmediata se fusionen con la sociedad que les recibe, que es esencialmente semejante y análoga a la que dejaron al otro lado del Atlántico.

     El asunto no es fácil, pero es un hecho que hay bolsas de delincuencia y marginalidad en zonas donde antes no las había. Y negar su relación con la inmigración masiva es querer negar la realidad. Ha sido muy revelador la posición oficial del gobierno francés en relación con los sucesos ocurridos en Saint Denis. El hijo predilecto de Davos, el “agendaveintetreintista” Emmanuel Macron ha resuelto la cuestión por el procedimiento más sencillo de todos, que es el de negar los hechos. Para él la culpa de los problemas es de los ingleses que querían entrar sin entrada al partido. No parece entender que si no tenían entrada era porque se la habían robado sus compatriotas franceses, al robarle el móvil en el que la llevaban descargada. No puede reconocer que los frutos de su política son la de la dinamitación de la sociedad francesa, creando enormes zonas en la modernísima París en las que no gobierna el estado, donde éste no tiene el control ni el monopolio de la fuerza, sino que rige, ni siquiera la sharía, sino una ley más parecida a la del salvaje Oeste americano.

Pero seguramente desde su burbuja los miembros de las élites esta dramática realidad no la ven, nada de esto ocurre cuando, en vez de ir al fútbol en Saint Denis, acuden a la selecta pista de Roland Garros en el Bosque de Bolonia para ver a Nadal ganando su enésimo partido. A ellos no les molestan estas hordas delincuenciales en el trayecto hacia el Hotel Crillon, o después al trasladarse para embarcar en el jet privado que les devuelva a su hogar en cualquier lugar del mundo. Qué bonita es París, la ciudad de la luz.  Qué  bonita es Europa, siempre a condición de no ver lo que no se quiere ver.

   Por supuesto nada de esto se puede decir. Si uno lo dice es inmediatamente tildado de xenófobo, racista, fascista y la colección de epítetos acostumbrados, con los que se fulmina a quien discrepa de las opiniones contrarias al mainstream que la corrección política impone. Yo no sé cual es la solución, pero al menos me atrevo a plantear el problema. La mayoría lo niega porque sospecha que ni las causas ni las posibles soluciones le son agradables