Lo siento, no puedo evitarlo, soy un futbolero empedernido. Sé que esto no cuadra con una imagen de diletante ilustrado, que puede ser la que se desprende de mis escritos en este blog. He intentado borrarme muchas veces del mundo de los forofos. He intentado terapias de desintoxicación, y como si fuera un miembro de “futboleros anónimos” trato de convencerme que estar siempre pendiente del fútbol es una pérdida absoluta de tiempo, que no es nada productivo, que puede ser un camino directo al embrutecimiento. Me digo que es uno de los instrumentos de manipulación y control social más eficaces. Da igual. Nada funciona. Sigo enganchado a la droga del tapete verde en el que corretean veintidós jugadores persiguiendo una pelota. Y cada vez con más intensidad. Hubo unos años en que intenté en serio dejar de interesarme por el fútbol y casi llegué a conseguirlo. Pero como el fumador empedernido que lo deja, y le basta un pitillo en una boda para recaer en el vicio, a mí me basta un partidillo de nada, para volver a estar otra vez como un contumaz ludópata que no puede dejar la tragaperras.
De nada sirven los enormes berrinches cuando pierde mi equipo, los potentes estados de abatimiento que me generan e incluso la fiebre real que me generan los partidos de más tensión. Al final tengo la mala suerte de ser seguidor de un equipo que gana casi siempre y que por fortuna para mi “futboldependencia” me proporciona muchas más alegrías que desazones. Con esta presentación ya se habrá adivinado que el equipo de mis amores es el Real Madrid.
Pues bien, para un futbolero madridista impenitente como yo, no puede haber un estado más cercano al éxtasis que ganar el trofeo que de toda la vida era llamado la copa de Europa y ahora le dicen la “champions”. (Lo que peor llevo del futbol en general es la cantidad de anglicismos que nos coloca en la vida diaria, pero qué le vamos a hacer). Y por ello en estos días que mi equipo ha ganado la copa número catorce de su historia, y es con mucha diferencia, el más laureado de todos los equipos del mundo, no puedo menos que estar en un estado de euforia futbolera que comparto por otro lado con muchos de mis conciudadanos. Y no digo con todos, no solo porque hay a quien el futbol le importa un pito, sino también porque en esta ciudad hay otro equipo, cuyos seguidores solo saben acumular rencor y envidia, y a los que convenientemente localizados, intento no dirigirles en estos días la palabra por no herir su delicada sensibilidad. Cosa que por cierto no hacen conmigo en aquellos escasos momentos en que su equipo gana algún trofeíllo de cuarta categoría.
Pero me voy por las ramas, me puede la pasión, y no voy a donde realmente quiero ir. Y es que la enorme alegría de ganar la “champions”, se ha visto empañada por los testimonios de primera mano que han llegado hasta mí de varias personas cercanas, y menos cercanas, de lo que han tenido que vivir en París al acudir a presenciar la final en el «Stade de France». Cuando el lunes después del triunfo felicité a un amigo madridista que me constaba que había ido a ver al Madrid al estadio parisino, me dijo con un rictus de preocupación: “ni me acuerdo del partido, lo que viví a la salida, me ha marcado, nunca he pasado tanto miedo, es la primera vez que he sentido que estaba en peligro mi vida.” Añadió muchos detalles sobre las hordas de delincuentes que les acosaban y atacaban. Entre lo que contó, como ejemplo, es que a un acompañante suyo le rajaron con un cúter la correa del reloj y se lo robaron, que vieron como dos chicas presas de terror las tenían varios acorraladas contra un coche y estaban sobándoles obscenamente los pechos … y todo ello con la total pasividad de la policía, que miraba para otro lado. Poco después otra persona me contó algo parecido, robos de teléfonos, varias personas exhibiendo impunemente navajas … también estaba absolutamente traumatizado.
Aparte de estos testimonios directos, relatos parecidos han aparecido publicados en las redes sociales, muchos de personas anónimas y otros de personas conocidas como por ejemplo los de el tenista Feliciano López, el ex-baloncestista Lorenzo Sanz, o el Ceo de la empresa de telefonía Jazztel, argentino y judío, Martín Varsvarsky, y muchos otros. Este último ha sido de los más expresivos en los medios y redes sociales. Transcribo dos de sus tweets: “La salida del estadio fue un total horror. Hordas de ladrones robando a los aficionados. Nunca vi algo así. Nos trataron de robar. Logramos escaparnos.” “Soy inmigrante en España y siempre apoyé la inmigración pero lo que vivimos anoche en París fue un horror para nuestra familia y todos los aficionados. Cientos de parisinos africanos atacando a los fans riéndose de nosotros y vernos en pánico. Era racismo, contra los europeos.”.
No se trata de relatar todos los casos publicados para tener claro que lo ocurrido no fue algo normal para los españoles, y tampoco para los ingleses seguidores del Liverpool, que acudieron confiadamente a París a ver un evento futbolero, muchos de ellos con sus hijos menores. Los seguidores del futbol han tenido fama de violentos e incívicos, pero allí los violentos no eran los aficionados al fútbol, sino las víctimas, víctimas de una barbarie agresiva que campa sin ley por una de las más señeras capitales europeas.
Parece que es algo conocido, pero yo lo ignoraba, que hay barrios enteros en determinadas ciudades a los que no se puede ir. Había oído hablar de Molenbeek, pero creía que era una excepción. Pero no es así e incluso ya se les conoce como zonas «no-go» y solo en Francia hay catalogadas cerca de setecientas. Afortunadamente en Madrid esto no ocurre, no hay ningún barrio al que no se pueda ir, por periférico o humilde que sea. O al menos es la sensación que tengo y de hecho por diversas circunstancias a veces he caminado por estos barrios supuestamente “malos” y nunca he sentido una sensación de inseguridad.
Lo ocurrido en París, concretamente en el barrio de Saint Denis el día de la final de la champions, me ha abierto los ojos. Yo estuve allí hace bastantes años y ciertamente me pareció un barrio pobre y marginal, pero no aprecié nada especial más allá de una profunda multiculturalidad al caminar a pie los más de quinientos metros que separan el metro de la maravillosa basílica donde el Abad Suger instauró el gótico para iluminar a la cristiandad con sus espectaculares vidrieras. El Gótico fue el florecer de la civilización cristiana y es muy simbólico que allí tuviera su cuna y hoy sea Saint Denis el paradigma de su destrucción. El ejemplo de un lugar donde la civilización occidental y cristiana ha desaparecido de manera total de un territorio europeo.
Pero no nos llevemos a engaño, es exactamente eso lo que se está persiguiendo por determinados poderes. Su propósito seguramente no es que reine la barbarie en estas zonas, pero ésta es un efecto secundario de las invasiones migratorias favorecidas e impulsadas en los últimos años. Se quiere una población aculturizada y desnaturalizada que prescinda de cualquier resorte cultural que los acabe volviendo molestos al poder. Lo que se persigue es llenar Europa de mano de obra barata y sumisa consiguiendo al tiempo que los que ya vivimos aquí cada vez seamos asimismo más sumisos y complacientes con el Nuevo Orden. Para ello hay que atraer a millones de personas de otros continentes, y no se me escapa que la mayoría de ellos son buenas personas y honrados trabajadores y padres de familia que vienen buscando una solución vital. Supongo que también vienen delincuentes, pero incluso éstos serán una minoría. Pero lo cierto es que la gente que campa a sus anchas en Saint Denis, y seguramente otros barrios de otras muchas ciudades, ya no son exactamente inmigrantes, son nacidos en Francia, incluso de tercera generación. Y sin embargo no están dispuestos a asumir la forma de vida del lugar donde están y a respetar mínimamente los valores que nos sirven de consenso para construir nuestra sociedad.
En España, en mi opinión la situación es menos intensa, salvo en algunas zonas concretas de Cataluña y Este de Andalucía, posiblemente por la razón de que las personas que han venido desde otros países han sido en su gran mayoría hispanoamericanos, lo cual hace que de manera inmediata se fusionen con la sociedad que les recibe, que es esencialmente semejante y análoga a la que dejaron al otro lado del Atlántico.
El asunto no es fácil, pero es un hecho que hay bolsas de delincuencia y marginalidad en zonas donde antes no las había. Y negar su relación con la inmigración masiva es querer negar la realidad. Ha sido muy revelador la posición oficial del gobierno francés en relación con los sucesos ocurridos en Saint Denis. El hijo predilecto de Davos, el “agendaveintetreintista” Emmanuel Macron ha resuelto la cuestión por el procedimiento más sencillo de todos, que es el de negar los hechos. Para él la culpa de los problemas es de los ingleses que querían entrar sin entrada al partido. No parece entender que si no tenían entrada era porque se la habían robado sus compatriotas franceses, al robarle el móvil en el que la llevaban descargada. No puede reconocer que los frutos de su política son la de la dinamitación de la sociedad francesa, creando enormes zonas en la modernísima París en las que no gobierna el estado, donde éste no tiene el control ni el monopolio de la fuerza, sino que rige, ni siquiera la sharía, sino una ley más parecida a la del salvaje Oeste americano.
Pero seguramente desde su burbuja los miembros de las élites esta dramática realidad no la ven, nada de esto ocurre cuando, en vez de ir al fútbol en Saint Denis, acuden a la selecta pista de Roland Garros en el Bosque de Bolonia para ver a Nadal ganando su enésimo partido. A ellos no les molestan estas hordas delincuenciales en el trayecto hacia el Hotel Crillon, o después al trasladarse para embarcar en el jet privado que les devuelva a su hogar en cualquier lugar del mundo. Qué bonita es París, la ciudad de la luz. Qué bonita es Europa, siempre a condición de no ver lo que no se quiere ver.
Por supuesto nada de esto se puede decir. Si uno lo dice es inmediatamente tildado de xenófobo, racista, fascista y la colección de epítetos acostumbrados, con los que se fulmina a quien discrepa de las opiniones contrarias al mainstream que la corrección política impone. Yo no sé cual es la solución, pero al menos me atrevo a plantear el problema. La mayoría lo niega porque sospecha que ni las causas ni las posibles soluciones le son agradables
