CASTELVINES Y MONTESES

 Hace unos  días disfruté en el teatro de la Comedia de Madrid, viendo la obra de Lope de Vega “Castelvines y Monteses”. Francamente no conocía esta obra, que es la versión española de la historia de los amantes de Verona que fue versionada por otros autores, siendo la más conocida la de “Romeo y Julieta”. No es por tanto una sorpresa el argumento de la obra, cuyo planteamiento es una rivalidad entre dos familias poderosas y fuertemente enemistadas entre sí y  un joven y una joven que se enamoran superando las barreras impuestas por sus respectivas familias. El desenlace es una tragedia en el autor inglés y un “happy end” en la versión de Lope de Vega, en el que los dos enamorados terminan felizmente casados.

   El montaje de la obra realizada por la Compañía de Teatro Clásico es más que aceptable. Esta vez con el dinero público han acertado a hacer una  correcta actualización de la obra original, conservando el verso original y el argumento, pero entremezclándolo con lo que podríamos decir una comedia musical donde la música italiana, desde Modénico Modugno a Batiatto, sirven de excusa para interludios  musicales deliciosos. El resultado es una obra total, nacida de la simbiosis de un texto de Lope  y un musical de la Gran Vía. 

    Es inevitable decir que la obra de Lope es la versión española de “Romeo y Julieta”, pero ello es bastante injusto, porque una y otra son recreaciones otras obras anteriores con el mismo argumento sobre los amantes de Verona. Al menos tres o cuatro versiones anteriores se tienen identificadas en el siglo XVI en Italia, de donde ambas tomaron el argumento.

    Sí que debo agradecer a Elvira Roca, aparte de mi devoción por sus planteamientos históricos sobre España y la leyenda Negra, el dato de que en la Divina Comedia de Dante aparecen mencionados en uno de los tercetos los Capuletos y los Montescos, (Cappelletti y Montecchi, en la versión original) casi doscientos años antes de la obra de Shakespeare. Y aparecen citados como dos familias rivales y enfrentadas por su respectiva condición de güelfa y de gibelina. Es decir cuando en las obras literarias se toman esos dos nombres de familias nos quieren indicar que el enfrentamiento entre ellas no era por unas ofensas personales entre ellas o rivalidades sociales  (que seguramente también), sino que la enemistad era por una discrepancia ideológica o política. Eran los abanderados de dos facciones políticas o partidos. Y ello nos acerca enormemente el tema a la actualidad, donde el encono social más remarcado lo vemos en las trincheras ideológicas en las que se divide nuestra sociedad.

     No soy un gran conocedor de Shakespeare, autor al que he leído algo y visto representadas muchas de sus obras, pero casi nunca lo he comprendido del todo. Lo cual es desde luego defecto mío y lo asumo.  Siempre me ha parecido, sin negarle ningún mérito, que con él se produce un punto de exaltación excesiva de la cultura anglosajona, que hipervaloran en el canon occidental a este autor, mientras se minusvaloran a otros, por ejemplo, al citado Lope o a Calderón.

    En todo caso siempre he sentido cierta curiosidad por lo enigmático de su personalidad y reconozco el impacto que sufrí cuando, gracias también a Elvira Roca, tuve noticia del hecho de que Shakespeare era católico, o por mejor decirlo criptocatólico, en una sociedad anglicana, que en perseguía con saña a los papistas. Y que este hecho, realmente sabido desde hace tiempo, se ha ocultado cuidadosamente por la cultura oficial británica.  Según estos recientes descubrimientos toda su obra está teñida de un catolicismo oculto.

      Esta visión nos puede dar una nueva perspectiva  de la intención que pudo tener al escribir Romeo y Julieta, y que tal vez Shakespeare pretendía, contando una historia de un país lejano, reflejar un problema terriblemente contemporáneo para él como era la enorme polarización de la sociedad en que vivía, inmersa en una cruel lucha de religión entre anglicanos y católicos. Si se mira bien hay una cierta identidad,  por un lado entre gibelinos y anglicanos, partidarios ambos de la supremacía del poder temporal sobre el religioso, y por otro lado entre católicos y güelfos, que defendían la supremacía del poder religioso, es decir el poder del Papa de Roma sobre el Imperio.

      Si se acepta este planteamiento habría que suponer que Shakespeare, como Dante, sería descaradamente güelfo, pero a pesar de ello no toma partido abiertamente por uno de los bandos en su obra. Por el contrario se limita a plantear la cuestión de la esterilidad del enfrentamiento entre bandos irreconciliables en una sociedad concreta,  en el que se llega a hacer necesaria la muerte de los amantes para que los rivales políticos se reconcilien. Desde este punto de vista tanto Romeo y Julieta como la versión española de Castelvines y Monteses comparten un final feliz, ya que en ambos casos se obtiene al final la reconciliación de las dos familias y por tanto se consigue un bien superior como es la armonía social, la superación de las trincheras, aunque para ello haya que pagar un tributo de sangre por alcanzar un fin superior. Por otro lado el hecho de que se reconcilien las dos familias finalmente no supone que dejen de ser güelfos y gibelinos, ni que acuerden una posición intermedia, hoy diríamos transversal, sino que sin olvidar sus planteamientos los unos comprenden a los otros y deciden respetarse y convivir.

        Esta polarización o división es casi una constante en todas las épocas y sociedades, si bien en cada momento histórico se reviste de unos colores y banderas concretas y sube y baja en intensidad según el poder que pueda alcanzar alguna de las facciones enfrentadas.  Unas veces son güelfos y gibelinos, otras anglicanos y católicos, o albistas y ebolistas en la época de juventud de Lope de Vega. Hoy son las derechas y las izquierdas las que enarbolan sus respectivas banderas que se retroalimentan con la demonización del contrario. Quisiera sacar una moraleja y pensar que no sea necesario que tengan que volver a morir Romeo y Julieta para conseguir una reconciliación en la sociedad. Pero lo veo difícil.

En un barrio de Nueva York

 Hoy viernes del mes de junio, sin pensarlo demasiado ha tocado ir al cine y como por casualidad he entrado en una película que casualmente se estrenaba hoy en España y de  la que no había oído hablar en absoluto, por lo que su elección ha sido totalmente por azar. Dejaré para otro momento la extraña sensación de estar en unas enormes instalaciones de cine prácticamente vacías y la sala enorme solamente ocupada por seis personas. Realmente el tiempo va pasando y a veces me pregunto si algo volverá a ser como antes de la llegada del maldito virus chino.

   La película lleva por título en español “En un barrio de Nueva York” , (In the Heights, en original) y debo reconocer que me ha producido sensaciones extrañas. Vaya por delante que me ha parecido una buena película, dentro del género musical y de comedia romántica, porque es alegre, entretenida y dinámica y te atrapa durante las dos horas largas que dura. Trata de la vida de un barrio de Nueva York, el Heights, en el Bronx, donde reinan los latinos, donde viven, sueñan, cantan, bailan, se enamoran y mueren. Y lo hacen entremezclando el inglés y el español, reivindicando su mundo, su orgullo latino. Tiene algunas escenas de verdadera reivindicación de lo que se podría denominar lo latino, incluyendo dentro de este vago concepto a las personas procedentes de  Puerto Rico, Cuba y la República Dominicana, pero también México, Venezuela, Chile e incluso Brasil. Una película en las que ellos y ellas son guapos, son felices dentro de sus limitaciones y cantan y bailan, ríen, aman y viven con alegría. Rezuma optimismo y tiene momentos a mi juicio verdaderamente deliciosos, una especie de versión latina de “lalaland”, con algo que incluso le falta a ésta, como es un final feliz.

        Pero debo confesar, que pese a estas bondades, salí con un sentimiento agridulce del cine. Y es porque en ese vendaval de reivindicación latina, (me gustaría más decir hispana, aunque no sé si procede), me siento un poco preterido. Tengo una extraña sensación de sentir que son algo cercano a mí, gente que siento como «mi gente», que habla español, que procede de países que formaban parte de España hace poco más de cien años, pero a la vez que no quieren saber nada de mí como español, que rechazan toda conexión y que buscan una identidad propia y diferente. Siento que tengo una cercanía especial con esas personas y algo me impele a sentirme cercano a ellos, lo que no me ocurre por ejemplo con los inuits o los apaches, a los que respeto pero me son totalmente desconocidos y ajenos. Pero a la vez siento que no soy admitido en ese club, que no pinto nada allí como español.

       Realmente en la película al reivindicar “lo latino”, se da por hecho la existencia de ese concepto, que tiene que surgir necesariamente por una conexión entre personas que asumen esa identidad, y que tienen diferentes orígenes, que proceden de varios puntos de América. Esa no es una identidad racial ya que dentro los latinos los hay de raza negra, mulatos, mestizos, blancos  y de varias procedencias indígenas. Hay algo que les une, pero no quieren reconocer lo que realmente les aporta esa unidad. De manera deliberada se quiere obviar cual es esa conexión. Buscan una identidad nueva, no en el  pasado, sino en el actual desprecio que reciben de la sociedad americana de origen anglosajón. No digo que eso no exista, pero el desprecio de los supremacistas wasp y asimilados lo comparten con otras minorías raciales, con los que sin embargo no se identifican del todo.

       Y aunque lo saben,  quieren olvidar los verdaderos vínculos que hacen que, aún siendo de zonas geográficas muy alejadas, tienen un poso de identidad común. Y en mi opinión lo que tienen en común son al menos tres cosas que no pueden negar: la lengua española, la religión católica y el hecho de proceder de países de cultura española, es decir países que entraron en la modernidad modelados por instituciones y patrones políticos y éticos generados en España y exportados a esos países, en los que posteriormente evolucionaron de maneras dispares. Los tres elementos se entremezclan, de manera que por ejemplo la ética católica, a diferente de la protestante, genera modelos alejados de los estrictos puritanismos protestantes, menos utilitaristas y mercantilistas, y por tanto más disfrutadores de la vida, de la música, del baile,  que a su vez se convierte en una suerte de elemento común de identidad.

       Y para su mala suerte, su pasado común hispánico, les hace padecer un elemento extra de victimización social. Si tuvieran poco con ser no blancos, no angloparlantes, extranjeros, y generalmente pobres, tienen además que sufrir el desprecio secular de los pueblos de norte de Europa sobre los del Sur, que se traslada intacto al nuevo continente

       En la película de manera muy significativa no se cita a España ni una sola vez, salvo tal vez una breve alusión despectiva a los conquistadores. Pareciera que el idioma que hablan procede de unos habitantes del Mato Groso. También de manera significativa no hay una sola alusión a la religión católica, ni por ejemplo a la Virgen de la Caridad del Cobre o de Altagracia, a los que tan devotos los cubanos exiliados o dominicanos. Solamente queda el uso de la lengua española como identidad común de todos los latinos, pero incluso ésta aparece de manera claudicante y casi vergonzante frente al inglés.

      Lo cierto es que con los latinos que viven en Estados Unidos, tengo un poco de sensación de amor no correspondido. Me  gustaría que España fuera más reconocida, menos despreciada y olvidada por aquellos que considero en el fondo mis hermanos del otro lado del Atlántico. Me gustaría poder decir con acento ligeramente caribeño, suavizando la dureza del español de Castilla: “hermano,  me gustaría que nos conociéramos mejor”. Pero las cosas no van por buen camino, aspiran a integrarse en la sociedad norteamericana y con ello asumir sus valores anglosajones dominantes, en vez de reivindicar los suyos y hacerlos respetar.

    Sé que es predicar el desierto. La leyenda Negra sigue tan viva como en los tiempos del Padre Lascasas, y se regenera continuamente, últimamente revitalizada por todos los movimientos indigenistas, que sólo quieren ver lo negativo de la aportación española y resuelven todas sus frustraciones buscando un enemigo inexistente en el pasado, culpándole de todos sus males, en vez afrontar la realidad de quienes son sus actuales opresores que no son otros que los imperialismos devastadores de culturas que arrasan con su globalismo cualquier vestigio de diversidad.

CALLE ARENAL.

Llegó la primavera, que está a punto de concluir, y Madrid como cada año resplandeció por unos días con el espectáculo de los perales de flor que como novedad ha extendido por algunas calles y plazas nuestro Ayuntamiento. Uno de los lugares de mayor intensidad floral y se concentra en la plaza de la Ópera y la calle del Arenal. Es reconfortante pensar que algunas veces nuestros rectores aciertan, y en lo que se daba en llamar el ornato público es en lo que han tenido en general más acierto en nuestros pueblos y ciudades. Casi todas han regenerado al menos las zonas centrales, los cascos históricos, y muchas ciudades, la mayoría, resplandecen en sus núcleos esenciales, cada una en la medida de sus posibilidades. Eso sí, no en todos los pueblos consiguen que esos lavados de cara no ocasionen una despersonalización de la ciudad, una pérdida artificial del natural devenir vital de una sociedad. Se hiperprotegen los centros, que son la imagen icónica de las ciudades, y dan una visión bonita a los visitantes, pero en muchas ocasiones se hacen imposibles de vivir. Dejan de ser barrios, donde puedes comprar el pan o sentarte en un banco, para convertirse en centros comerciales al aire libre o museos para turistas.

    Si a uno le montasen en un helicóptero y con los ojos cerrados le depositaran en una calle peatonal  de cualquier ciudad de España (y casi del mundo), no conseguiría identificar el lugar, ya que con toda probabilidad sus únicas referencias visuales serían carteles de Zara, Starbucks, McDonalds, HM, y otras tantas de la misma ralea. Se vuelven calles clónicas unas de otras, casi intercambiables entre sí. La globalización impone una despersonalización de nuestras calles, una uniformidad que solo genera tristeza.

    Si acabo de alabar la belleza de una calle como la de Arenal de Madrid, en esa época primaveral, al mismo tiempo tengo que poner énfasis en su absoluto declive. Esta misma tarde he comprobado como un hombre de edad avanzada miraba atónito, casi con lágrimas en los ojos y sin poder creerlo a juzgar por su cara de desconcierto y sorpresa, el cierre de un establecimiento clásico de la misma como era la mantequería Ferpal,  que hace unos días cerró para siempre, y que con toda seguridad cederá su espacio a cualquier desangelada franquicia. Los que tenemos cierta edad, recordamos la rivalidad entre esta mantequería y otra no muy lejos en la plaza del Callao, que competían por tener la supremacía en los sándwiches de esta ciudad. Yo tenía muy claro que prefería el de ensaladilla de Rodilla y el vegetal del Ferpal (estaban predestinados para mantener la rima consonante). Todavía hace una semana pude tomar mi último sándwich allí antes de que echara el cierre definitivo. Rodilla hace ya muchos años vendió su alma al diablo y se convirtió en una más de las surtidoras de comida despersonalizada.

    Pero la lista de bajas históricas en la misma calle ha sido muy intensa en el último año. Cayó la librería de arte religioso Palomeque, ante cuyos escaparates siempre me quedaba embobado con la abigarrada multitud de imágenes de santos y reproducciones de vírgenes románicas. Descanse en paz. Hoy es una charcutería para turistas patrocinada por la Junta de Extremadura sin gracia ninguna.

    Especialmente dolorosa para mí fue la pérdida de “La Madrileña”, donde se hacía las más entrañables y mejores salchichas alemanas que he comido nunca, tanto las de Frankfort como las blancas tipo bratwurst.  Por no hablar del inimitable Leberwurst. Y todo ello en una tienda en que tenías gratuitamente el espectáculo de ver que tu pedido se embarcaba en una gaveta que por medio de un ingenioso sistema de desplazamiento horizontal, como si fuera una montaña rusa, que acababa aterrizando junto a la caja registradora donde se pagaba la adquisición. Era una tienda única, que no podrías encontrar en Lisboa o en Barcelona. Hoy creo que es una tienda de lencería femenina, cuyo nombre me niego a promocionar. Lo siento pero no hay deshabillé por sugerente que sea que me pueda emocionar más que esas salchichas que casi una vez por semana compraba mi madre y cuyo sabor se ha perdido para siempre.

La lista de bajas sería interminable, podría incluir la centenaria farmacia “Gayoso”,  el cercano Real cinema, donde vi la primera entrega de la Guerra de las Galaxias o  el Teatro Eslava, donde recuerdo haber visto una de las últimas obras allí estrenadas, “Así que pasen cinco años” de Lorca. Corría el año 1978, yo tenía 14, y sólo recuerdo de esa obra que no entendí absolutamente nada.

Gracias a Dios que nos queda el puesto de libros del pasadizo que termina en una chocolatería que resiste el paso del tiempo  y junto a él,  la hermosa Iglesia de San Ginés, con su curioso cocodrilo disecado, donde se evoca en su puerta a Lope de Vega, por haberse casado allí, a Quevedo, por ser el lugar de su bautismo y a Tomás Luis de Victoria, por otro evento que no recuerdo en este momento.  

  En realidad debo admitir que este planto por las tiendas de toda la vida, no es más que una nostalgia viejuna de quien no se resigna a los cambios, que son en todo momento inevitables, ya que las tiendas, como los teatros nacen, mueren y finalmente se transforman en discotecas o almacenes de ropa barata sueca. Y las ciudades inevitablemente se visten según la moda de los tiempos. Todos los establecimientos cuyo cierre lamento fueron en su momento una novedad que seguramente desplazó a otros  cuyo cierre provocó en alguien algún lamento también. Y por ello tengo claro que, aunque me genere melancolía la pérdida de referentes de mi vida, la queja no es esa.  Me fastidia que esta calle, como tantas otras de Madrid y de otras ciudades, se desnude de una ropa personal, diferente y como si dijéramos hecha a medida, y se vista con un traje uniformado, tan  anodino y tan poco interesante que consigue que una de las calles con más solera de la ciudad sea indistiguible de un centro comercial de la periferia y de otra muchas calles de otras muchas ciudades.

Hoy que hay una tan potente conciencia ecológica podría extenderse el proteccionismo a comercios y establecimientos en peligro de extinción, conservando como si fuera un cuclillo o un alimoche, la mercería de toda la vida, la tasca donde ponen vermú de grifo o el ultramarinos con olor a bacalao y papel de estraza.