LA MALA REPUTACIÓN

Parece que llegó mi hora. La de enfrentarme a la realidad de que soy un sumiso súbdito del sistema. Lo sabía y lo asumo, pero cada vez que recibo por parte del poder un par de banderillas nuevo en mi costado, me hace sentirme fatal. Humillado y ofendido, y sobre todo cobarde. En suma todo lo contrario de lo que defiendo. La razón de mi desazón, que mi sinrazón despierta, es precisamente que he recibido un maldito mensaje en mi teléfono citándome para vacunarme, es decir para pasar por el saneamiento semiobligatorio con el que quedaré ungido como uno más entre la grey de los siervos. No es que no lo supiera, no soy tan ingenuo, pero como digo, cada acto de soberanía que se me impone me siento más castigado. Quisiera ser como el toro al que cantaba Miguel Hernández que se crece en el castigo y lleva al cuello un vendaval sonoro, pero en realidad me siento más como un ternero pastueño que acude sumiso al matadero y lleva al cuello una esquila de borrego. Tal vez en eso consista efectivamente la famosa inmunidad de rebaño, en considerar a los hombres no como seres libres y suficientes sino como cabezas de ganado. El proceso me recuerda demasiado las campañas de saneamiento ganadero que impone desde hace años la política ganadera, en el que todas las reses, mansas y bravas, pasan sin opción posible  por la humillación de ser marcadas con un crotal con código de barras.        

Eso me parece a mí la vacunación masiva de la ciudadanía, que además para más inri, queda vestida de un supuesto derecho de elección a no vacunarse, el cual es  realmente ficticio porque el Estado no es neutral y ya anuncia a banderas desplegadas que no vacunarse es una irresponsabilidad, y de hecho desliza sutilmente la idea de que quien no lo hace es un mal ciudadano, insolidario y egoísta. Y obviamente enseguida enarbolan esa bandera los ciudadanos siempre despiadados contra sus vecinos.

      La gente acepta con naturalidad recibir en su teléfono móvil un mensaje de la Autoridad dando cita para la humillación. Incluso lo reciben como una llamada de la suerte. Yo tenía la esperanza de que no tuvieran mi número de teléfono. No recuerdo haberlo aportado nunca a la autoridad sanitaria pública, a la que accedo en muy pocas ocasiones. Pero resulta que sí, que mi esperanza de confundirme con la niebla y pasar desapercibido, era vana. Estoy perfectamente fichado como uno más. Y ahora ya mi afán por pasar desapercibido pasa por vacunarme, ya que de no hacerlo quedaré todavía más marcado con el código de barras de los apestados, que no podrán ni viajar ni subirse a un autobús.

      La realidad es que yo no quiero enfermar de coronavirus, pero tampoco quiero meter en mi cuerpo un elemento extraño y distorsionador, con apenas control de sus efectos, más que a un breve plazo. Nos dicen que debemos confiar en la ciencia, pero la ciencia está llena de efectos secundarios desagradables. No es necesario recordar los efectos de la Talidomida o de Chernobyl, que en su día fueron avalados por sesudos científicos.  Todos sabemos que hay una larga lista de medicinas que, recomendadas inicialmente, pasado un tiempo son retiradas del mercado por sus efectos adversos que sólo se manifestaron o conocieron con el transcurso de los años. ¿Quién nos puede afirmar que la euforia por salir de una situación angustiosa generada por el siniestro virus chino no se transformará en lamentos y crujir de dientes?  

    Lo cierto es que, a pesar de todo, sé positivamente que acabaré vacunándome antes o después y ello porque carezco de la fuerza necesaria para enfrentarme a la ola de la enorme presión social y política. Al fin y al cabo, prácticamente todo el mundo que conozco termina asumiendo la vacuna, y la mayoría con entusiasmo. Y los que no tienen entusiasmo, con resignación, como yo. Pero como dijera George Brassens, en su versión española de Paco Ibáñez, a la gente no gusta que uno tenga su propia fe, y que aunque uno piense «que no hace daño queriendo vivir fuera del rebaño«, al final resulta que sí, que la mala reputación es arrasadora, y exige una fortaleza para mantenerse en pie frente al huracán, de la que carezco.  

    Sé que este escrito va a generar pocas simpatías a mi favor. Los partidarios de la vacuna verán una posición irracional y absurda. Los contrarios a la vacuna, una posición cobarde y claudicante.  Y los neutrales que aceptan acríticamente las ventajas de una vacunación masiva contra el coronavirus, simplemente no me comprenderán y me mirarán de soslayo con extrañeza ante lo que hace presentarme como un bicho raro y contradictorio. Un triste y patético anarquista de salón. Pero os ahorro el trabajo, ya me lo digo yo todo.  Seguramente debería callarme y vacunarme de una vez. Y si escribo esto es porque, cuando empecé estos escritos me prometí ser sincero en mis posiciones, aunque sean poco populares. E incluso aunque sean perjudiciales para mí, causantes de mala reputación.

Una pequeña escaramuza.

Hace tiempo que no me acerco al Acantilado. Me pasa a menudo, las tareas y quehaceres me mantienen maniatado a la necesidad. Se impone el vivir al filosofar y a veces la vida es tan exigente que no deja tiempo para sosegarse y escribir. También hay un punto de pereza intelectual. Por razones desconocidas, baja durante un tiempo la necesidad vital de escribir y de exteriorizar ideas, y sube la tentación de la molicie. Son como ritmos, ciclos o cadencias en el discurrir de la existencia, que hace que unas veces predomine la acción, otras la reflexión y otras la mera holganza. No sé si tiene algo que ver con las fases lunares o los biorritmos. No me atrevo teorizar sobre ello y ni siquiera aventurar hipótesis. Pero sí creo que puedo llegar hasta la frontera de afirmar que en mí esos ciclos existen. Períodos en que no sólo pierdo el interés por decir nada, sino que incluso me planteo retrospectivamente y prospectivamente la idoneidad de emplear algún tiempo, por poco que sea, a escribir. Estos períodos de autocuestionamiento y galvana hábilmente entremezclados, al menos para mí, son incontrolables. Gracias a Dios, no soy un escritor profesional, sino un mero diletante, y por tanto las ausencias no me privan del sustento.

 Creo que no he superado totalmente la fase de agrafia temporal y de indecisión ante la página en blanco, pero intento hacer un esfuerzo y sobreponerme para hacer algo de justicia con lo que de manera reiterada vengo defendiendo en este blog. En general reconozco que predomina el pesimismo cuando me adentro en terrenos de índole política o social. Y por ello cuando en la guerra, que según sostengo se viene produciendo con carácter global,  se produce alguna pequeña victoria de lo que considero mi bando o mi partido, creo que es necesario reflejarlo para no caer en el derrotismo y en la desesperación.

    La mayoría de mis escritos anteriores son una queja ante el acoso a que nos somete el enemigo, interior y exterior, y de los atropellos que cada día con mayor encono sufrimos en nuestras, como diría Rosendo, maneras de vivir.  Por ello, si en una entrada anterior  dejaba constancia de la derrota sufrida en lo que me atreví a llamar la “Batalla del Capitolio”, hoy quiero dejar reflejada una victoria, no  de la guerra, ni siquiera de una batalla, pero sí de una victoria en una pequeña escaramuza, en un territorio cercano para mí, porque es precisamente en el que vivo. Sé que es una victoria local, parcial y provisional, pero ayuda a subir la moral de la tropa.

   Y si ha sido una victoria, no es porque en unas recientes elecciones regionales se haya obtenido un resultado electoral concreto, o haya sacado más votos un partido más o menos afín. Realmente nunca he considerado una auténtica victoria el triunfo electoral del partido que ha ganado otra vez estas elecciones, sino todo lo más un mal menor o un aplazamiento de los problemas reales que nunca se han mostrado interesado en combatirlos, sino únicamente en modularlos, cuando no directamente en disimularlos. Por eso le abandoné, porque descubrí, que cada vez que le votaba, lo hacía tarareando aquello que cantaba la Jurado, de «hace tiempo que no siento nada al hacerlo contigo«.

    Si considero que ha habido en esta ocasión una auténtica victoria, es porque en estas recientes elecciones por primera vez en una parte de España se ha planteado la elección entre dos modelos de sociedad, no sólo una opción de un modelo de gestión. Y eso se le debe a una persona en concreto, que rompiendo con la tradición conformista y sumisa de su partido ha hecho bandera de lo que realmente siente una gran parte de la sociedad, del hartazgo ante la sumisión moral en la que vivimos inmersos y que casi toda la clase política había asumido hasta ahora sin rechistar, mientras esperaba su turno para usufructuar el poder durante una temporada, pero sin discutir ninguno de los principios que casi nadie se atreve a cuestionar. Es revelador que se haya recuperado para la ocasión la palabra “libertad”. El uso eficaz de la misma es un síntoma que revela que muchas personas empiezan a ser conscientes de su falta. Han llegado a percibir que el modelo social que nos vienen imponiendo sutilmente desde los poderes reales que nos dominan a través de los cánones culturales, las modas, los medios de comunicación, la publicidad, y tantos otros, no es sino una forma moderna y edulcorada de esclavitud. Y al fin ha prendido la idea de que la pandemia que nos asola, ha sido una estupenda excusa para avanzar en ese camino liberticida, y ha sido tan asfixiante que al menos ha producido el efecto de hacerlo comprender a mucha gente, a pesar de la propaganda oficial.

      Por ello una aplastante mayoría de personas votando a favor de la libertad, no puede sino reconfortar. No nos engañemos, una golondrina no hace primavera, y esto es sólo un pequeño paso, pero podemos soñar que sea un paso semejante al que diera Don Pelayo en las breñas asturianas, o ya que estamos en Madrid, podemos soñar con un nuevo dos de mayo y un nuevo Andrés Torrejón. Un pequeño villorrio como Móstoles llamó a desperezarse a todos los españoles ante una invasión y frente al total colaboracionismo de las élites y los poderosos. Tal vez podamos aprender de su ejemplo.

Imágenes del Cerro de Garabitos (Madrid). Atalaya natural para soñar con Madrid al fondo.