CALLE ARENAL.

Llegó la primavera, que está a punto de concluir, y Madrid como cada año resplandeció por unos días con el espectáculo de los perales de flor que como novedad ha extendido por algunas calles y plazas nuestro Ayuntamiento. Uno de los lugares de mayor intensidad floral y se concentra en la plaza de la Ópera y la calle del Arenal. Es reconfortante pensar que algunas veces nuestros rectores aciertan, y en lo que se daba en llamar el ornato público es en lo que han tenido en general más acierto en nuestros pueblos y ciudades. Casi todas han regenerado al menos las zonas centrales, los cascos históricos, y muchas ciudades, la mayoría, resplandecen en sus núcleos esenciales, cada una en la medida de sus posibilidades. Eso sí, no en todos los pueblos consiguen que esos lavados de cara no ocasionen una despersonalización de la ciudad, una pérdida artificial del natural devenir vital de una sociedad. Se hiperprotegen los centros, que son la imagen icónica de las ciudades, y dan una visión bonita a los visitantes, pero en muchas ocasiones se hacen imposibles de vivir. Dejan de ser barrios, donde puedes comprar el pan o sentarte en un banco, para convertirse en centros comerciales al aire libre o museos para turistas.

    Si a uno le montasen en un helicóptero y con los ojos cerrados le depositaran en una calle peatonal  de cualquier ciudad de España (y casi del mundo), no conseguiría identificar el lugar, ya que con toda probabilidad sus únicas referencias visuales serían carteles de Zara, Starbucks, McDonalds, HM, y otras tantas de la misma ralea. Se vuelven calles clónicas unas de otras, casi intercambiables entre sí. La globalización impone una despersonalización de nuestras calles, una uniformidad que solo genera tristeza.

    Si acabo de alabar la belleza de una calle como la de Arenal de Madrid, en esa época primaveral, al mismo tiempo tengo que poner énfasis en su absoluto declive. Esta misma tarde he comprobado como un hombre de edad avanzada miraba atónito, casi con lágrimas en los ojos y sin poder creerlo a juzgar por su cara de desconcierto y sorpresa, el cierre de un establecimiento clásico de la misma como era la mantequería Ferpal,  que hace unos días cerró para siempre, y que con toda seguridad cederá su espacio a cualquier desangelada franquicia. Los que tenemos cierta edad, recordamos la rivalidad entre esta mantequería y otra no muy lejos en la plaza del Callao, que competían por tener la supremacía en los sándwiches de esta ciudad. Yo tenía muy claro que prefería el de ensaladilla de Rodilla y el vegetal del Ferpal (estaban predestinados para mantener la rima consonante). Todavía hace una semana pude tomar mi último sándwich allí antes de que echara el cierre definitivo. Rodilla hace ya muchos años vendió su alma al diablo y se convirtió en una más de las surtidoras de comida despersonalizada.

    Pero la lista de bajas históricas en la misma calle ha sido muy intensa en el último año. Cayó la librería de arte religioso Palomeque, ante cuyos escaparates siempre me quedaba embobado con la abigarrada multitud de imágenes de santos y reproducciones de vírgenes románicas. Descanse en paz. Hoy es una charcutería para turistas patrocinada por la Junta de Extremadura sin gracia ninguna.

    Especialmente dolorosa para mí fue la pérdida de “La Madrileña”, donde se hacía las más entrañables y mejores salchichas alemanas que he comido nunca, tanto las de Frankfort como las blancas tipo bratwurst.  Por no hablar del inimitable Leberwurst. Y todo ello en una tienda en que tenías gratuitamente el espectáculo de ver que tu pedido se embarcaba en una gaveta que por medio de un ingenioso sistema de desplazamiento horizontal, como si fuera una montaña rusa, que acababa aterrizando junto a la caja registradora donde se pagaba la adquisición. Era una tienda única, que no podrías encontrar en Lisboa o en Barcelona. Hoy creo que es una tienda de lencería femenina, cuyo nombre me niego a promocionar. Lo siento pero no hay deshabillé por sugerente que sea que me pueda emocionar más que esas salchichas que casi una vez por semana compraba mi madre y cuyo sabor se ha perdido para siempre.

La lista de bajas sería interminable, podría incluir la centenaria farmacia “Gayoso”,  el cercano Real cinema, donde vi la primera entrega de la Guerra de las Galaxias o  el Teatro Eslava, donde recuerdo haber visto una de las últimas obras allí estrenadas, “Así que pasen cinco años” de Lorca. Corría el año 1978, yo tenía 14, y sólo recuerdo de esa obra que no entendí absolutamente nada.

Gracias a Dios que nos queda el puesto de libros del pasadizo que termina en una chocolatería que resiste el paso del tiempo  y junto a él,  la hermosa Iglesia de San Ginés, con su curioso cocodrilo disecado, donde se evoca en su puerta a Lope de Vega, por haberse casado allí, a Quevedo, por ser el lugar de su bautismo y a Tomás Luis de Victoria, por otro evento que no recuerdo en este momento.  

  En realidad debo admitir que este planto por las tiendas de toda la vida, no es más que una nostalgia viejuna de quien no se resigna a los cambios, que son en todo momento inevitables, ya que las tiendas, como los teatros nacen, mueren y finalmente se transforman en discotecas o almacenes de ropa barata sueca. Y las ciudades inevitablemente se visten según la moda de los tiempos. Todos los establecimientos cuyo cierre lamento fueron en su momento una novedad que seguramente desplazó a otros  cuyo cierre provocó en alguien algún lamento también. Y por ello tengo claro que, aunque me genere melancolía la pérdida de referentes de mi vida, la queja no es esa.  Me fastidia que esta calle, como tantas otras de Madrid y de otras ciudades, se desnude de una ropa personal, diferente y como si dijéramos hecha a medida, y se vista con un traje uniformado, tan  anodino y tan poco interesante que consigue que una de las calles con más solera de la ciudad sea indistiguible de un centro comercial de la periferia y de otra muchas calles de otras muchas ciudades.

Hoy que hay una tan potente conciencia ecológica podría extenderse el proteccionismo a comercios y establecimientos en peligro de extinción, conservando como si fuera un cuclillo o un alimoche, la mercería de toda la vida, la tasca donde ponen vermú de grifo o el ultramarinos con olor a bacalao y papel de estraza.

GLOBALIZACIÓN

En este mundo de descreídos, hay pocos que creen en Dios, pero todavía son menos los que creen en el demonio. El demonio según el Nuevo Testamento fue quien tentó al mismísimo Jesús con otorgarle el poder “sobre todos los reinos del mundo y la gloria de ellos”. Jesucristo rechazó esta tentación. Pero teniendo en cuenta que al día de hoy existe un poder global sobre toda la tierra y sobre todos los reinos del mundo, sólo cabe colegir que quien lo tiene lo ha recibido de quien puede darlo. Y si creemos a los Evangelios éste sería el demonio. Alguien habría aceptado el ofrecimiento del poder total sobre todas las naciones. Quizás ello nos lleve a replantearnos la existencia del diablo.

El diablo, el demonio o Satanás, son figuras demasiado casposas para la modernidad. Resulta más elegante presentarse, o semiocultarse, bajo la advocación de Lucifer. Como un ángel heterodoxo, portador de la luz, de la razón, de la modernidad y que anuncia un paraíso final socialista, en vez de la hecatombe del Apocalipsis, que vaticinan los cuervos de la caverna retrógrada. Mejor todavía esa corriente de poder la simboliza Prometeo, que es un Lucifer sin la pátina clerical. No es casualidad que la estatua de Prometeo presida unos de los grandes templos del mundialismo que es el Rockefeller Center de Nueva York.

PROMETEO EN EL ROCKEFELLER CENTER

Si católico es lo universal para Dios, globalización es lo universal para el demonio. A la vista del avance imparable de la Globalización sobre el planeta, se puede deducir que el demonio es quien está imponiendo por medio de sus esbirros  un poder total y global sobre toda la tierra y sobre todos los hombres. Parece que alguien sí que ha aceptado la tentación de tener el poder sobre todos los reinos del mundo. Y ese poder crece día a día, por Oriente y por Occidente por el Norte y por el Sur, hasta que no quede ni un hombre sin someterse, ni un rincón del planeta en que no muestre su presencia

Tolkien, ferviente católico, comprendió esa presencia oscura, vigilante y poderosa y la describió como nadie, pero con una mitología que evitaba nombrar al maligno por sus nombres habituales. Aunque, en mi opinión, fue demasiado optimista al suponer una victoria del hombre libre en la batalla final. Por otro lado como símbolo está bien, pero es dudoso que ese poder lo ostente un sólo hombre en la cumbre. Si el cristianismo extendió su poder por medio de apóstoles misioneros y por medio de una organización casi perfecta, con la que extendió San Pablo las redes de pescador de San Pedro por medio mundo. De manera análoga su eterno enemigo también se mueve por medio de una potente y compleja organización, en la que no faltan fundaciones, partidos, organizaciones, movimientos, revoluciones de colorines y multitudes de adeptos y secuaces. Y con una nueva red inmaterial a su disposición, como una hidra con millones de cabezas y terminales, como una tela de araña que atrapa las almas desprevenidas.

    El filósofo marxista italiano Diego Fusaro, ha denominado ese poder global como el “amo cosmopolita”, al tiempo que denuncia que las izquierdas actuales son el instrumento del que se vale para imponer su voluntad. La izquierda abandonó sus postulados tradicionales para levantar banderas que favorecen al gran poder más que a los trabajadores oprimidos. Por ejemplo, si el amo quiere mano de obra barata y manejable, conseguirá que toda la progresía defienda la apertura de fronteras y llegada masiva de pateras, aunque ello lleve a miles de personas a la muerte y sea contrario a los intereses evidentes de los trabajadores locales. Y según este clarividente filósofo, para este “amo no border” todo aquello que se le opone y se enfrenta a él,  es directamente fascista. Para este poder es fascismo,   “todo lo que no es orgánico del pensamiento único políticamente correcto y éticamente corrupto”. Casi todos encajamos en mayor o menor medida en esa definición y por tanto somos fascistas. Quedan pocos escondites para escapar al poder total.

Yo tengo mis resistencias mentales para creer en la existencia del demonio, pero tengo la sensación de que este poder omnímodo universal trasciende a la voluntad humana. Quizás va ser verdad aquello de que la mejor estrategia del demonio es hacer creer que no existe.