Una de las patologías más relevantes del mundo moderno es la actividad incesante. La modernidad se caracteriza por el continuo movimiento de las personas, que parece que no pueden estar sin hacer nada. Se valora la vida agitada, los viajes continuos, los horarios apretados, las agendas abarrotadas. En el horario de trabajo es preciso exprimir al máximo la productividad, o al menos la actividad y si es frenética tanto mejor. La continua actividad tiene el efecto de que no permite pensar, no permite atender nada más que lo que es pura necesidad y a veces ni eso. Se va corriendo para llegar al trabajo, para atender todos los asuntos, para comer y para llegar cuanto antes a casa para dormir y así continuar la rueda al día siguiente.
Pero para las personas que no trabajan, o para los trabajadores en sus días de descanso, la cosa no es muy distinta. Se cambia la actividad laboral por otras actividades casi igual de frenéticas. Se vuelve necesario abarrotar el ocio con actividades de todo tipo, tales como visitas culturales, series de televisión y viajes. Muchos viajes. Hoy la gente, sobre todo la más joven, desgasta sus muchas energías en viajar constantemente. A donde sea. Viajar por viajar, con cualquier excusa. Pero si no se puede viajar, cualquier otra actividad es aceptable. Si son niños deben aprovechar hasta el último minuto que deja libre la escuela para aprender idiomas, tocar la flauta travesera o montar a caballo. Si son mayores cualquier actividad es aceptable, en último extremo limpiar y ordenar todo lo que se tiene a mano. Todo menos consentir que pequeños y grandes estén sin hacer nada, viendo pasar las nubes, estando mano sobre mano o paseando tranquilamente ensimismado. Lo correcto para la sociedad actual es realizar cualquier actividad que permita a la persona producir o al menos estar entretenida y ocupada, en suma se fomenta el estar “fuera de sí”. Poco importa que esto suponga estar alienado, enajenado, que el individuo se convierta en un extraño para sí mismo, puesto que su mente está formando parte de otras realidades exteriores. Lo importante es que hace cosas, muchas cosas sin apenas reflexión y no está bien visto perder el tiempo, que es como se define el tiempo que no se emplea en una actividad productiva. Hay que optimizar cada segundo del reloj para hacer algo, incluso en los tiempos «muertos» en la sala de espera del dentista o en el autobús se deber actuar también estando enganchado al esclavizante teléfono móvil.
Si uno observa a la gente que pasa por la calle, casi todo el mundo se mueve con una finalidad, va o vuelve de un destino, o pasea un perro, o persigue un autobús, o va a comprar, o regresa a casa o va a trabajar. Casi nadie se permite el lujo de ser un simple paseante, un “flâneur”, (galicismo que debemos a Walter Benjamin), una persona que deambula sin otra finalidad que la de observar la vida, la de excluir la necesidad de tener un propósito concreto en su caminar, la de contemplar. Es ésta una de las actividades o mejor dicho “inactividades” que me parecen más placenteras y constructivas, pero que la realidad diaria no nos permite apenas practicar.
Lo cierto es que para los que vivimos sumergidos en la actividad frenética, la inactividad no es fácil de conseguir. Con mucha frecuencia en esa búsqueda no conseguimos sino una ausencia de actividad, que es un estado que provoca un vacío que sólo rellena la ansiedad y el remordimiento por acumular tareas sin resolver, que lejos de llevar al nirvana provoca un estado de absoluto pánico. Es como un síndrome de abstinencia que hay que superar con mucha paciencia. Y ello por que la inactividad por sí sola no es suficiente, debe de ir acompañada de una disciplina de meditación.
Por esta vocación de la vida tranquila y paciente que huye de la actividad patológica, es por lo que he leído con verdadero entusiasmo la última obra del filósofo coreano-alemán (¿no es esta una combinación fascinante?) Byung-Chul Han, que tiene el sugerente título de “Vida Contemplativa” y que supone una auténtica reivindicación de la meditación, como antídoto al culto moderno a la actividad. Leo en una de sus páginas: “solo la inactividad nos inicia en el misterio de la vida”.
Evidentemente con ello no se quiere decir que uno debe abandonarse a la molicie y a la dejación. La actividad es precisa para vivir, porque no somos, para nuestra desgracia, «acto puro» y estamos condenados por nuestra propia naturaleza a ser seres actuantes, es decir seres que tenemos que desenvolvernos en una realidad espacio temporal que exige que debamos necesariamente actuar. Si no comemos, si no bebemos, no podemos mantener la vida. Para bien o para mal, así es nuestra realidad inquebrantable.
Pero otra cosa diferente es que ese actuar se vuelva patológico, enfermizo, obsesivo y domine nuestra existencia. La acción debe tener su espacio razonable, y la actividad debe desaparecer con cierta frecuencia para dejar paso a la contemplación, a la meditación, a la búsqueda de otra realidad. En esa meditación en la que se hace desaparecer la acción, siquiera por un rato, se sale de esa necesidad que nos impone la naturaleza de actuar y ello nos acerca a la divinidad donde se junta de manera inescindible el pensamiento (potencia) y el acto. Si al meditar abandonamos la actividad, la acción, nuestro pensamiento no está escindido en dos, es, al menos por un rato, acto puro. Como no se puede permanecer en ese estado de manera permanente lo que es deseable es hallar un equilibrio entre la vida activa y la vida contemplativa.
Claro que no soy filósofo, y con estas disquisiciones aristotélicas sobre la potencia y acto, me adentro en territorios para mí desconocidos. Y con esa pretensión además me voy contagiando de esa forma tan áspera que tiene la filosofía de expresarse en los últimos siglos por influencia de los nada poéticos pensadores occidentales, especialmente los anglosajones y los alemanes. Para expresar casi lo mismo yo preferiría hacerlo utilizando las palabras de Fray Luis de León cuando evoca en su celebérrima oda a “la descansada vida que huye del mundanal ruido”. Por medio de una poesía nos llega al corazón y también a la cabeza un mensaje parecido, pero mucho más bello, y no es otro que para alcanzar la vía unitiva (siendo válido también para una más modesta meditación de principiante), lo primero que hay que hacer es abandonar la actividad, conseguir un estado de reposo y tranquilidad, al que no se puede acceder desde esa continuo hacer cosas de manera enfermiza.
Es sugerente que desde un planteamiento filosófico de carácter no religioso como es el de Byung-Chul Han se llegue a una conclusión parecida a lo que se plantea desde un pensamiento cristiano (al menos al que planteaba la mística o el que actualmente defiende Pablo D´Ors) o las técnicas orientales de meditación como el yoga o el zen. La necesidad de la meditación y la contemplación como camino para la reconciliación del hombre con su propia naturaleza. Y quizás de ello también resulte por extensión la salvación de la sociedad en su conjunto.
El mundo moderno no va por ese camino, sino por el de la constante aceleración y cambio continuo, como fruto de la imparable actividad que le sirve de alimento. Paradójicamente la descontrolada exigencia de actividad nos proporcionó a muchos un periodo de tranquilidad forzosa con el pasado confinamiento, en el que sin proponérselo nos obligó a detener de manera radical la actividad, imponiendo una manera de actuar pausada y ralentizada y nos dio a muchos algo de lo que no solemos disponer, que es tiempo para reflexionar. Por supuesto que aquello ya pasó y todo ha vuelto a la normalidad acelerada. Algunos recordamos con cierta nostalgia ese periodo, por mas que fuera inadmisible por su coerción e imposición liberticida. La moraleja de todo ello y que deberían aprender algunos de los políticos de la izquierda «woke» es que las personas debemos aspirar a moderar la actividad de manera libre, voluntaria e individual y no de forma forzosa, coactiva y colectiva.
Un cristiano cree en el fin de los tiempos, en que este mundo está irremediablemente condenado y abocado a su destrucción total. Un moderno laico cree que el desastre natural que observa a su alrededor se puede detener y revertir con medidas cosméticas de activismo ecologista. Han nos sugiere que la única esperanza es que los hombres, al menos muchos hombres, interioricen que la solución no es el activismo, sino la inactividad. Así nos dice “Solo un ángel de la inactividad estaría en condiciones de poner coto a la acción humana que inevitablemente nos conduce al apocalipsis”


