Desde que comenzó la epidemia del coronavirus hay un enigma sin resolver, aparte de la solución médica a la enfermedad. Es el del verdadero origen del virus. Lo único que parece claro es su aparición en escena en un punto geográfico concreto de la República Popular China en la ciudad de Wuhan (nombre que por cierto me sonaba a chino hasta hace poco, y que sorprendentemente me sigue sonando igual). Wuhan es a decir de las enciclopedias la capital del provincia de Hubei, una región que tiene más de 57 millones de habitantes, y la capital, incluyendo el barrio chino que sin duda tendrá, unos 11 millones.
En cuanto a su origen no geográfico, sino de filiación o identificación de sus progenitores, la cuestión parece menos clara. Está por un lado la versión oficial que afirma que es un virus de origen animal transmitido al hombre desde el murciélago o el pangolín, bichos que al parecer tienen la costumbre en ese país de tomar para merendar en vez de conformarse con un rico flan chino mandarín.
Junto a aquélla aparecen una enorme variación de teorías no oficiales en las que se puede ver un grado mayor o menor de conspiranoía. Las más moderadas entienden que en el laboratorio chino para estudio de los virus, que causalmente estaba situado también en Wuhan ( El «Instituto de Microbiología de Wuhan») hubo un descuido, una negligencia o un accidente que hizo que el virus se escapara del lugar donde estaba confinado. Paradojas del destino, parece que el virus se desconfinó así por las buenas, sin desescalamiento ni fases, de golpe. Es desde luego una casualidad mosqueante que el virus aparezca en el mismo lugar donde está ese ya célebre laboratorio. Murciélagos y pangolines hay por todos lados pero laboratorios que trabajen con virus sólo uno. ¿Casualidad o causalidad? La realidad es que la versión oficial tiene más trampas que una película de chinos.
Teorías más atrevidas incluso afirman la existencia de una intención maliciosa de dejar escapar el virus para causar un desastre económico mundial. Básicamente el plan consistiría en arruinar al resto del mundo y adquirir sus activos a bajísimo precio. Algunos incluso creen que el plan está saliendo a las mil maravillas.
Reconozco mi afición por las conspiraciones y lo crédulo que suelo ser. Me gustan, me atraen las teorías conspiratorias como la miel a las moscas. Siempre creo que todo poder se propone engañarnos como chinos y ocultarnos la verdad de lo que sea. Pero reconozco que, en esta ocasión, estando más preocupado por evitar el contagio o entretenido en otros asuntos, no he reparado demasiado en ellas.
Pero para una vez que yo estaba tan orgulloso de mi sensatez, por no dar demasiado pábulo a las teorías conspiranoicas, resulta que tampoco acierto. Todo el mundo más o menos oficialista asume la teoría de la conspiración, de modo que me he quedado con cara de tonto creyéndome casi en solitario la verdad oficial. Ni que decir tiene, que he cambiado inmediatamente de bando, pues no voy a ser yo menos que el Secretario de Estado de Norteamérica, su homólogo alemán o australiano y otros tantos. Son muchos los países, por decirlo así, serios y sensatos, que dudan de la tierna historia del pangolín y más bien sugieren o afirman que el virus salió del siniestro laboratorio donde los chinos juegan a aprendices de brujo.
De momento, como diplomáticos que son, no van más allá que a sugerir la existencia un descuido y como mucho una falta de información culposa. Todavía no han dado el paso, como si han hecho algunos científicos entre ellos el ínclito Montagnier, de afirmar que es un virus de creación puramente artificial en el laboratorio. Ya que me cambiado al bando de los conspiradores no me voy a quedar a medio camino y ya estoy dispuesto a defender con armas y bajages la exigencia de una explicación razonable. Basta de cuentos chinos. ¡Queremos saber la verdad!. Reconozco que no tengo ni idea de ciencia, pero soy un aceptable conspirador de tertulia de café, que es mucho más divertido al menos para mí.
Pero sobre todo lo hago por interés. Creo que el interés de nuestro país y del resto de nuestros vecinos es acreditar la responsabilidad de China en el origen, en la propalación del virus, en la falta de información veraz y en la ausencia de control de sus fronteras que permitió que expandiera por todo el planeta. La cuestión es clara, si es responsable del daño causado, debe asumir las consecuencias de sus actos y las reparaciones que sean procedentes. Esto es lo que en derecho, al menos el occidental heredero del derecho romano, se denomina como responsabilidad aquiliana, en memoria de la Lex Aquilia y que acoge nuestro Código Civil al indicar que quien por culpa o negligencia causa daño a otro deberá indemnizar al daño causado. Desconozco totalmente el derecho chino, en el caso de que exista, pero me apostaría a que existe un precepto semejante, así como en el Derecho Internacional, porque la citada ley no hace otra cosa que recoger un principio General del Derecho de validez universal.
Conforme a ello corresponde a China indemnizar todos los daños económicos causados por su culpa o negligencia. Y los países soberanos deberían reclamarle estas indemnizaciones como por ejemplo se exigieron a los países derrotados al final de la Primera y de la Segunda Guerra Mundial. Es su responsabilidad moral que debe traducirse en responsabilidad patrimonial y compensaciones económicas concretas.
Cuestión aparte es quién le pone el cascabel al gato. ¡Naranjas de la China! será la respuesta que obtenga del doble de Winnie the Pooh quien se atreva a reclamarle un sólo yuan. Esta es hoy la partida en el tablero de ajedrez del poder mundial con dos bandos diferenciados. Por un lado China el país el causante del daño que está defendido por sus secuaces entre los que están la Organización Mundial de la Salud, empeñada en defender a capa y espada la versión oficial, y la cohorte de aliados globalistas de la siniestra izquierda internacional capitaneada por Soros, quien aprovechando que el Elba pasa por Hamburgo, quiere utilizar la ocasión causada por el desastre para cumplir su viejo sueño de imponer por fin sus ansiados eurobonos.
En el otro bando estamos los damnificados, los que sufrimos el daño, los que hemos sido engañados como chinos. Probablemente no tengamos los arrestos para exigir la responsabilidad al verdadero causante del daño, es un enemigo demasiado poderoso. Aunque como dije antes creo que esta idea de las compensaciones por daños no esté ajena al pensamiento de muchos gobernantes y si se unieran todos los damnificados en un frente común la lucha sería menos desigual.
No sé lo que harán el resto de países. Pero yo reclamo del mío una actitud de defensa de nuestra soberanía exigiendo a nuestros gobernantes que pidan explicaciones a China, y si aquéllas no son satisfactorias, tengamos la valentía de reclamarles los cientos de miles de millones de Euros que nos está costando su dejadez o su maldad. Como primera medida por nuestros gobernantes sería considerar extinguida por compensación la parte de la deuda española que está en manos de China, casi un 10% del total de nuestra deuda pública, es decir, a ojo de buen cubero, unos cien mil millones de euros. Y los ciudadanos deberíamos tomar conciencia de ello, del origen de nuestra desgracia, de los causantes de la tortura china que padecemos, y negarnos a recibir producto alguno que venga de ese país.
No sé si esto arreglaría algo, pero como dijo Confucio: “Es mejor encender una vela que maldecir la oscuridad”.