Hay días que realmente no se sabe que decir. La guerra es una realidad desde hace unos días, y el dolor y la devastación se extiende en el otro extremo de Europa. Demasiado lejos de mi casa para oír el rugido del fuego los dragones, pero demasiado cerca para no estremecerte con el sufrimiento real de la gente y el ardor de los resistentes.
Es cierto que desde la tronera de este Acantilado he reflexionado a menudo acerca de que la maldad se extiende por el mundo a su manera, de una forma paulatina, taimada, poderosamente invasiva de las costumbres. Y aunque el mal avanza lo hace de una manera lenta, y eso hace que de alguna manera uno se va acostumbrando a ello. Es como el anochecer que va apagando lentamente la luz y haciendo que la vista se vaya acomodando poco a poco a la oscuridad. Esta es la estrategia de los fabianos, que imponen su voluntad de manera progresiva, con pequeñas pero continuas conquistas, que hacen casi imperceptible su avance, hasta que un día descubres que te han dominado por completo, sin que te hayas dado ni cuenta y sin que ni siquiera hayas tenido la posibilidad de rebelarte.
En esta realidad de gente adormecida y despreocupada se ha producido una conmoción, un cataclismo. Hemos descubierto que hay quien no gusta de esos métodos de consecución progresiva del poder y prefiere los métodos que parecían desaparecidos de la conquista violenta, la invasión directa, la imposición por la fuerza imperativa de los ejércitos y las armas. Ante la visión de los carros de combate avanzando por un territorio real de Europa pensamos que esto no puede estar pasando, es imposible, es algo de tiempos pasados ya superados y propios de anacrónicos documentales del canal de historia de nuestra televisión de pago. En nuestro mundo de realidades virtuales, solo se mata en los videojuegos, en las escaramuzas infantiloides de Fortnite y allí donde las bombas solo te hacen alcanzar objetivos en las batallas espurias que se desarrollan en los oscuros tableros de las pantallas de ordenador.
Los ejércitos son para muchos cosas del pasado que se están reciclando en bomberos y rescatadores de los gatitos que se suben a los tejados. Los coroneles solo están para cultivar regimientos de coles, o ayudar a cruzar la calle algunos niños menesterosos y desvalidos. Pero no para matar, ni para morir. Eso ya no se lleva, no se mata ni siquiera a las ratas o las cucarachas, y mucho menos a los lindos conejitos que nos miran con la expresión tierna de “Tambor”, el amiguito de Bambi.
Y en este prado rumoroso de armonía en el que creemos vivir, entre gladiolos florecidos en el parterre del pensamiento mágico, donde el mal no es posible, resulta que ha entrado como un elefante en una cacharrería un malnacido descreído de la modernidad. Un psicópata que pretende que, como durante miles y miles de años de la historia del hombre, puede imponer su voluntad por la fuerza. Y no solo lo cree, sino que ejecuta sus amenazas con la realidad imperiosa de su ejército. Ante ello, los otros dominadores, es decir los taimados, los conquistadores silentes del poder, se retuercen alarmados ante una reacción inesperada de violencia extrema. No es posible, nos rompe nuestros planes y estrategias, esto no vale, es romper la baraja. La dominación de los hombres parece que solo es legítima si se hace de manera silenciosa, sin que moleste el ruido de las detonaciones, sin que se den cuenta los conquistados.
Pero en este juego de poder, en el tablero de ajedrez de la geopolítica, una vez más somos los peones los que somos sacrificados, siempre es así, aunque en esta ocasión nos estamos percatando de ello de una manera brutal. El ruido de las explosiones de las bombas nos ha hecho despertar del letargo, y en un estado todavía de somnolencia, no salimos del estado de incredulidad por lo que está pasando. Resulta que estábamos entretenidos en decorar nuestra casa con farolillos de papel de ideologías posmodernas y “chupilerendis”, y de pronto tenemos que agacharnos por el silbido de las balas sobre nuestras cabezas. Tal vez con este despertar abrupto nos demos cuenta de que nunca debimos de dejar de pensar en la defensa de nuestro mundo, que hay gente que quiere derribarlo con ruidosos lanzagranadas o con ambiciones siniestras, aunque silenciosas.
Aunque nos empeñemos en que las cosas deberían ser como nos gustaría que fueran, las cosas son como son. Y llevamos años toreando de salón, sin enfrentarnos a morlacos de verdad. Y así ocurre que en la tozuda realidad, después de tanto y tanto feminismo e igualdad, cuando llega una guerra de verdad a los únicos que movilizan es a los varones. Tenemos que asumir que el hambre es algo real y una amenaza posible y solo gente decadente puede permitirse rechazar determinados alimentos por prejuicios ideológicos. Que el frío es también real y no lo elimina la propaganda, sino que es necesaria energía para procurarnos calor y para mantener los hospitales funcionando y que es más importante sobrevivir que cuantificar la huella de carbono. Hay que comprender que cuando tienes una amenaza real no es posible defenderte con tweets o con insultos histéricos contra tu agresor, o con canciones de John Lennon, sino que hay que empuñar un fusil de verdad y luchar por lo que consideras justo.
Es necesario regresar a la realidad. Dejar el mundo fantasioso de la posverdad, donde todo es fluido e inconcreto. Y lamentablemente parece que la única forma de que esto sea posible es a cañonazos. Suena en la radio una canción de Abba, «Can you hear the drums, Fernando?». ¿Será un señal?
