Siento cada día de manera más clara que este mundo en el que vivo no es el mío. Y no es que siga los pasos de Santa Teresa y muera porque no muero, que no tengo vocación de mártir. Tampoco, aunque lo intento, consigo un desapego de las tentaciones que me ofrece el mundo el demonio y la carne .Sobre todo si la carne es de res, – como dicen por la España ultra-atlántica- y va acompañada con un Ribera de Duero. Es algo difícil de explicar, una sensación de ajenidad y de desaliento por partes iguales ante la realidad cotidiana. Es como si fuera montado en un cómodo tren a gran velocidad y bien atendido por las azafatas, pero sabiendo que voy en dirección contraria al lugar donde tengo que llegar.
Tal vez sea sólo un problema de edad. Voy acumulando ya bastantes años y cada día cuesta más engancharse a las ilusiones que servían como velas que dirigían el barco hacia destinos desconocidos pero emocionantes. Hoy casi todas esas metas se han convertido en puertos inaccesibles, lejanos, y denegados. Algunas veces al llegar a la bocana de un puerto esperado y anhelado me han dado la orden de retroceder, no había tenido en cuenta que estaba reservado el derecho de admisión. Y por fin algunos puertos que sí he conseguido conquistar, rara vez han satisfecho las expectativas que se esperaban durante la singladura.
Tengo una extraña sensación de querer frenar el curso de la historia, algo así como pretender detener con las manos una riada descontrolada o un alud de nieve rodando ladera abajo por la montaña. El mundo y el modo de vivir que se despliega a mi alrededor no me parece nada sugerente, pero al mismo tiempo no me seduce la idea de recuperar el tiempo ya pasado. Es una contradicción interna que a veces se torna insuperable. No puedo dejar de vivir en el mundo en el que estoy, no puedo prescindir de él, pero a la vez lo detesto.

Esta contradicción vital no es nada original y ya A. Compagnon en su célebre y excelente libro “Los Antimodernos”, nos advierte que esto era lo que le ocurría a Chateubriand, que era de carácter avanzado y un verdadero hijo de la Ilustración pero su pensamiento era profundamente reaccionario. Para aquel autor , un antimoderno es un moderno a su pesar. Y esa característica de “antimoderno” es lo que lo diferencia de un hombre pre-moderno o tradicional.
Un hombre pre-moderno es el que vive una vida tradicional, en el sentido de ordenada por la tradición, en nuestro caso católica. Pero podría ser la vida y forma de vivir ordenada por otras tradiciones, siempre fuera de la modernidad, por ejemplo la de un indio piel roja, de un budista tibetano, de un japonés sintoísta. Es complicado definir este concepto, pero podría intentarse diciendo que se trata de una vida ordenada, de costumbres morigeradas, con la convicción profunda de la religión o tradición espiritual que se trate y una cosmovisión que está centrada en la disciplina y el orden interior y sólo después en los aspectos materiales. En resumen y con una demarcación del concepto por exclusión, serían quienes no comparten los mitos, valores e ídolos de la modernidad. Hoy se puede vivir así, pero es difícil hacerlo salvo con una gran fortaleza interior o bien retirándose a algún cenobio benedictino.
Por el contrario, el hombre moderno está totalmente desligado de esa visión tradicional del mundo. Busca un continuo movimiento en su pensamiento y en su acción cotidiana desligado de cualquier trascendencia y dando la espalda a toda inquietud espiritual. Como mucho le mueve un impulso intelectual o artístico, aunque la mayoría de las veces es simplemente la búsqueda del mero entretenimiento y llenar las horas con distracciones sin profundidad alguna.
Y es en este punto donde entre los hombres por decirlo así “modernos”, se dan al menos dos posiciones que los hace diferenciarse y a veces incluso enfrentarse entre sí. Están los modernos que son felices de serlo, que disfrutan acelerando el proceso de la modernidad y saborean cada paso en el sentido que señala la historia. Estos disfrutan tanto de la modernidad que entienden que ese camino es lo que hace progresar al hombre, y frecuentemente se consideran a sí mismos como “progresistas”, impulsadores de ese proceso sin fin de la modernidad. Son aquellos que como decía Cioran creen que la modernidad es la creencia de que el tiempo contiene en potencia todas las respuestas a nuestras preguntas.
Frente a ellos, está otro tipo de personas que, sabiéndose modernos, y no pudiendo evitar esta condición, no disfrutan de ella. Entienden que es un proceso, el de la modernidad que lejos de mejorar, tiende a destruir al hombre. Que no aporta ninguna respuesta a nada, salvo como mucho a una cierta prosperidad material. Pero no pueden escapar de su propia condición de modernos. Son aquellos a los que Antonie Compagnon califica de “antimodernos”. Dentro de ellos sitúa al ya citado Chateubriand, a De Maistre, a Proust, Baudelaire, Bernanos etc, , todos ellos, y dentro del ámbito de la cultura francesa formarían parte de la retaguardia de la vanguardia.
Salvando todas las distancias, esta posición se parece bastante a la que me toca vivir. Después de lo expuesto creo que me debería considerar enrolado en las levas de los antimodernos. Somos modernos contra nuestra voluntad, y no podemos dejar de serlo porque en el fondo vivimos acomodados en un mundo que no nos trata tan mal como pretendemos, que nos seduce y atrapa, pero que nos deja una profunda insatisfacción. Es frecuente que tratemos de consolarnos con el pasado, en el que buscamos respuestas y ejemplos y sobre todo el momento en el que se torció el rumbo. Decía Sartre de Baudelaire que avanzaba, pero siempre mirando el retrovisor.
Nuestra posición como antimodernos es complicada, porque somos despreciados por los modernos acomodados, confiados y entusiastas, que nos consideran meros reaccionarios y un poco absurdos, dentro de su posición prepotente de superioridad moral. Y tampoco somos muy apreciados por los auténticos tradicionales, quienes nos ven como simplemente modernos, sin distinguir entre unos y otros el grado de entusiasmo que la modernidad nos proporciona..
Al antimoderno le gustaría poder llegar a ser un hombre que viviera al modo tradicional, pero le es imposible o casi imposible conseguirlo. Ello supondría renunciar a demasiadas cosas que se tienen interiorizadas por muchos años de educación y vida social, fuertes presiones exteriores e interiores. En suma, un cambio muy profundo que no es cómodo acometer. Y eso supone que vive con una contradicción interna que muchas veces conduce a la melancolía y el pesimismo. Y habitualmente desemboca en una posición puramente estética, cosmética, de mera pátina exterior, que a menudo culmina en el dandismo e incluso la extravagancia.
Y es que la mayoría de los que militamos en la antimodernidad somos más o menos conscientes de que en muchas ocasiones vivimos en la paradoja que angustiaba a Chateubriand, quien escribió pleno de sinceridad: “defiendo una causa que si triunfara se volvería de nuevo contra mí”, para luego añadir “si gano, pierdo”. Pero pese a todo hay un imperativo ético que nos lleva a defender lo que consideramos que es más correcto, incluso a costa de los que nos resulte más gratificante y a costa de poner en riesgo nuestra confortable existencia en la modernidad.
