Hoy, que es 7 de abril de 2024, se cumplen cuatro años desde que nació este blog, en pleno confinamiento. Debería estar para celebraciones, por cumplir años y 69 publicaciones, pero no es así. Y no es por la terrible situación en la que se encuentra el mundo, no es eso. Es que hoy, precisamente hoy, se ha producido un hecho trágico en mi vida. Un acontecimiento que marcará el resto de mis días y que señalará un antes y un después en mi existencia. Sabía que tenía que llegar algún día, pero no pensé que fuera tan pronto. Tengo 59 años, que son muchos, pero ni siquiera he entrado en la sesentena. Y además creí que tenía un aspecto más o menos presentable para mi edad, ya que, y no es por presumir, siempre me calculan menos edad. Pero esto ya no tiene importancia, porque el hecho ocurrido hoy es ya irremediable, y no tiene vuelta atrás. Y el culpable ha sido un mozalbete de atuendo deportivo, y con un innegable origen de la España del otro lado del Atlántico, al que no puedo reprochar en absoluto que no tenga educación, sino tal vez un poco en exceso y no me importaría que hubiera tenido una peor crianza para haber estado calladito a mi presencia. Porque sí, este joven que me ha marcado para el resto de mi existencia ha tenido la cortesía, que en nada le agradezco, ante el hecho de que yo viajaba de pie en un autobús y él estaba sentado, ha tenido como digo la malhadada idea de ofrecerme su asiento. Nunca me había ocurrido hasta hoy, pero es como la pérdida de la virginidad, que ya no hay vuelta atrás. Lo rechacé amablemente. E incluso le di las gracias, pero no debería haberlo hecho porque aún sin saberlo, ese mozo sin edad todavía para ser llamado a quintas, me ha hundido de golpe en la tercera edad. Ya nada volverá a ser lo mismo.
Apenas me estaba recuperando de tan desagradable incidente, ocasionado por un exceso de buena educación, cuando he recibido otro mazazo en mi autoestima juvenil. No soy muy amigo de las pruebas médicas. Quizás sea por un exceso de prevención hacia las agujas y la poca afición que tengo a la superioridad moral de las enfermeras que te pinchan y que parecen todas ellas agentes de la Gestapo vestidas de blanco y entrenadas especialmente para humillar a los varones que como yo no son aficionados a ser banderilleados a cambio de un poco de mi sangre. Como digo, ante mi estado de prevención y quizás pusilanimidad ante los pinchazos suelo evitar el mirar como profundiza sin piedad la aguja en mi brazo, y eso exacerba la superioridad de género de la enfermera, que disfrutando como no lo haría ni Cruella de Vil, me espeta aquello de:
-¡Qué cobardes son todos los hombres!.
Y lo hace disfrutando de su minuto de gloria sabiendo que me tiene preso en el potro de tortura y aprovechándose de que no puedo defenderme. Desde luego evito contestar lo que estoy pensando y no es otra cosa que con toda seguridad estará soltera y que ningún varón estaría voluntariamente a su lado para no tener que soportar su sonrisilla de sadismo mezclada con superioridad moral. Realmente insufrible.
Pues sería por esta aversión personal, que llevaba más de un año retrasando la decisión de hacerme unos análisis, pero el otro día, preso de remordimiento decidí hacer caso a mi médico de cabecera y dejé de hacer caso a Don Luis de Góngora y Argote, poeta, que no médico, pero cuyo consejo suelo seguir con veneración, en ese vademécum de sabiduría que resumió en dos versos memorables que dicen aquello de :
“Buena orina y buen color
y tres higas al doctor”.
Pues bien, en contra de mi voluntad, decidí hacerme unos malhadados análisis. Y sí, el resultado era el previsible, lleno de asteriscos malditos por todos los lados. Y ahora estoy en un sin vivir, lleno de temor a enfrentarme al veredicto del médico que me aguarda en unos pocos días para leerme la cartilla. Y es que yo he presumido ante todos los que tienen una edad parecida a la mía de no tomar ninguna medicina para ninguna dolencia, cuando la mayoría toman varias pastillas al día para las cosas más pintorescas. Y por ello estoy, como digo, aterrorizado ante la posibilidad de que el médico, que es mujer en mi caso pero algo menos sádica que las enfermeras que la rodean, me espete las terribles palabras de que a partir de hoy mi libertad cotidiana se va a ver cercenada con la obligación de tragar unas pildoritas de variados colores y con dosis controladas en horarios regulares. Que para el resto de mis días tendré que viajar con un blíster con los días de la semana remarcados y varias cápsulas perfectamente enjauladas en sus cuadraditos. No hay nada peor que recibir la sentencia médica condensada en una receta, que no en vano el propio Góngora en una magistral metáfora describió así:
“ Balas de papel escritas
sacan médicos a luz,
que son balas de arcabuz
para vidas infinitas”.
Qué puedo añadir a todo lo descrito. Qué me queda de disfrutar en esta vida si ya me ceden los asientos en los autobuses y estaré para el resto de mi vida esclavizado por fármacos. Ya sé que un día tenía que llegar, pero no pensé que tan pronto, me pilla desprevenido y poco preparado para asumir mi nueva realidad. Y con este panorama me enfrento a la vista de unos pocos meses a mi sesenta cumpleaños. No encuentro ningún consuelo para mi triste destino. Ni siquiera el hecho de que esto es algo que le ocurre a todo el mundo. Ante una inmersión tan súbita y repentina en la tercera edad, no puedo sino dedicarme a cultivar mi autocompasión.
Comprenderéis que ante esta situación no puedo compadecerme de otros males ajenos, como los que padece mi querida Patria, tan humillada y ofendida. Comprenderéis que deje para otro día y para otra entrada de este blog, la repugnancia que me produce la corrupción maldita y descarada del partido que nos gobierna y que por hoy no le dedique ni una línea a la corrupta presidenta consorte. Que otro día critique el belicismo de los líderes europeos que están empeñados en meternos en una guerra con Rusia. Que deje para otro día la espeluznante ley de Venezuela para encarcelar a quien se considere liberal o conservador. Son cosas importantes, no lo niego, pero hoy sólo me quedan fuerzas para, como si fuera un fox terrier, lamerme mis propias heridas. Y una forma de hacerlo es escribir estas líneas que seguramente sólo tienen por oculto e inconfesado propósito provocar una ola de reacción en los lectores, al menos los que me conocen, asegurándome que conservo un aspecto jovial y juvenil para mi edad. Aunque si por otro lado se callan prudentemente, puede ser peor el remedio que la enfermedad y ya de una vez por todas tenga que verme como lo que parece que ya soy, un anciano venerable, que sólo estoy, para comidas sin grasas, sin hidratos de carbono, sin azúcar, sin alcohol, sin sal, sin gracia ninguna, para paseítos al sol y bien sentadito en mi plaza reservada en los transportes públicos, y para pasar la vida viendo como trabajan los albañiles en las obras, o sea como dice el dicho castellano, para sopitas y buen vino.