EL ATRONADOR SILENCIO.

 Atronador silencio es un ejemplo paradigmático de un  oxímoron. Que dicho en cristiano es cuando un adjetivo contradice el sentido del sustantivo. Un silencio no puede atronar, porque los truenos, por definición rompen el silencio. Pero como tantas veces el lenguaje hace una pirueta y utiliza esta figura para realzar o modificar el sentido de una palabra, no para contradecirlo realmente. A veces el silencio es tan sintomático, tan significativo, que es más elocuente que todo un discurso.

   Y en la sociedad moderna, en la que todo se habla en exceso, que todo es perorata y verborrea, son más valorados los silencios que las palabras. Y bastante más significativos. Los silencios, además de una virtud de los pocos sabios que en el mundo quedan,  son un síntoma de la degradación de los tiempos. Como dijo Unamuno el silencio puede llegar a ser la peor mentira. Y en estos tiempos de brutal control de la información, son tanto o más importantes los silencios que las consignas informativas que se repiten hasta la náusea.

  Las palabras ya no siempre se las lleva el viento, sino que la mayoría de las veces quedan impresas en cualquier soporte electrónico para la posteridad, incluso las dichas descuidadamente por teléfono pensando ingenuamente que nadie escucha. Las palabras hoy permanecen, eso sí, también es necesario reconocer que casi siempre quedan sepultadas bajo otra miríada interminable de palabras, que a su vez yacen pronto olvidadas por una nueva y prolífica generación de miles y millones de insulsas palabras.

  ¿Pero, y los silencios?, ¿Quién registra los silencios? Hoy el verdadero poder reside en poder controlar los silencios, en poder determinar de qué se habla y de qué no se habla. Casi siempre es más importante lo que no se dice, que lo que sí se dice, que por el mero hecho de expresarlo verbalmente pierde parte de su fuerza y virtualidad. Es frecuente en los artistas oírles decir, no puedo hablar de tal o cual proyecto, porque el expresarlo en voz alta hace que se frustre. Se presume que el silencio tiene una fuerza mágica, que se desvanece con el hecho de ser destruido por medio de la palabra. Pero sobre todo la verdadera fuerza radica en conseguir que sobre un determinado tema o asunto nadie hable, y a la vez conseguir que sí que se hable de lo que se desea. Ver un telediario cualquiera de un día cualquiera es un ejemplo de lo que quiero decir. Sólo se habla de lo que interesa al poder y lo que no interesa no existe, o se dice con tanta desgana que pasa totalmente desapercibido.

     Los silencios se guardan, en una expresión notoriamente acertada. Las palabras se derrochan, se malgastan, se malbaratan y malvenden en una almoneda de bullicios incontrolados. En los últimos tiempos me llegan bastantes reflexiones sobre el silencio. Y casi todas desde otra perspectiva distinta de la que trato en este escrito. Desde el significado del silencio en las artes escénicas sobre el que reflexiona Mayorga en su discurso de ingreso en la Academia, hasta el silencio interior, la calma reflexiva del corazón que nos propone Pablo D´Ors, en su búsqueda del desierto como patria de ese Dios que debemos encontrar después de conseguir que la mente se convierta en una hoja en blanco y no en un disparatado tráfago de convulsas ideas, pugnando por imponerse unas a otras. No quiero en un escrito sobre el silencio olvidarme de éstos. El silencio como tentación y como propuesta. Como antítesis de la vida extrovertida que es la que está bien vista en sociedad. La levedad del ser, la liviandad de seres mariposeando y picoteando todo sin reflexionar sobre nada. Battiato buscaba un centro de gravedad permanente, y esa búsqueda, aunque él lo hiciera cantando, se debe realizar en profundo y disciplinado silencio.

    Pero de todos los silencios, hoy 11 de marzo, no puedo menos que quedarme con el silencio que reina en las sepulturas de los 193 asesinados en Madrid, hace ya diecinueve años. El silencio que ha acompañado a las víctimas, que ya han sido olvidados, sin conseguir justicia y sin saber la verdad. Yo al menos quiero romper ese silencio con estas palabras y alzar la voz para gritar a voz en cuello ¿Quién ha sido?, ¡Queremos saber!. Pero me temo que ya todo el mundo ha pasado página sobre la más ignominiosa y triste jornada de la reciente historia de España. Las bombas tronaron y rompieron el silencio de la madrugada de aquel funesto día. Hoy el olvido hace que lo atronador sea nuevamente el silencio. Retorna el oxímoron.

     No me engaño, el silencio que como un manto cubre la verdad de lo que ocurrió en Madrid, en el año 2004, no es más que un episodio de otros muchos que le han precedido y que le han seguido.  Unos pocos años antes fue el 11-S en Nueva York, del que apenas sabemos quién lo pergeñó. Hay versiones oficiales y hay silencios en forma de apagones informativos sobre determinados temas que se imponen como una omertá mafiosa. Nada sabemos apenas del origen del virus chino. Por qué nadie habla de las alarmantes cifras del aumento de mortalidad en España y otros países como Grecia y Alemania. ¿Por qué nadie habla de las grabaciones de la policía abriendo paso al búfalo yanqui por el Capitolio hasta sentarlo en la silla de Nancy Pelosi?. ¿Realmente las elecciones de Brasil han sido limpias?, ¿Qué gases profundamente tóxicos se han vertido en el accidente del tren de Ohio del que apenas se ha informado?. ¿Quién ha volado el gasoducto Nord Stream en aguas noruegas?….

Tenia razón Unamuno, el silencio puede ser la mayor de las mentiras. Y esto me hace recordar otra de las frases célebres del rector salmantino: “la verdad antes que la paz”.

11 DE MARZO DE 2004. MADRID.

Hoy es día 11 de marzo. Desde hace diecisiete años es para mí una fecha que no pasa desapercibida. Más allá de las remembranzas oficiales, siempre impostadas y falaces, yo traigo a la memoria, a mi particular memoria, el horror padecido aquel día, así como la incredulidad, el miedo, el desasosiego, la impotencia y otros estados de ánimos y sensaciones que recupero con gran intensidad. Reconozco que en fechas posteriores las emociones mutaron, y prevaleció la búsqueda de la verdad como una auténtica obsesión ante las burdas maquinaciones que las cloacas y los políticos idearon para utilizar la muerte en su propio provecho. Pero eso fue después, el día del 11 de marzo y los dos o tres posteriores, fueron días de puro abatimiento y tristeza. Nunca como entonces, ni siquiera en lo más severo del confinamiento que hemos tenido recientemente, he compartido con los habitantes de Madrid un estado de ánimo de tanta tristeza general, colectiva y sincera. No puedo olvidar a una joven sentada frente a mí en el metro que de forma espontánea comenzó a llorar con un llanto que se contagió en mayor o menor medida a todos los que íbamos en aquel vagón. El que más y el que menos volvía el rostro para ocultar los sollozos. Aún hoy, diecisiete años después,  el recuerdo de ese momento hace que se me humedezcan los ojos. Es una sensación rara para una sociedad normalmente tan individualista que acostumbra a evitar al compañero de viaje y en la que casi siempre cada persona es una burbuja que defiende su asilamiento con unos auriculares o una conversación telefónica. Aquel día fue diferente, compartíamos sin palabras un mismo sentimiento. Nos sentíamos hermanados en el dolor, el desconcierto y la injusticia. Otros atentados, que en Madrid habían sido relativamente frecuentes, eran por decirlo así quirúrgicos, dentro de su maldita injusticia tenían por destino a una persona concreta. En este caso no era así, las víctimas potenciales éramos todos, cualquiera que viajara de madrugada en un tren para ir a trabajar.

    La historia de la hábil manipulación de esos sentimientos para fines concretos, así como de la farsa judicial y la montaña de mentiras que han sepultado los hechos que realmente ocurrieron bajo una burda versión oficial, no es hoy lo que me trae a escribir estas líneas. Lo dejo para otro momento y sin duda lo haré, porque creo que es una exigencia de justicia. Hoy sólo quiero recordar la angustia de esa mañana en la que nos llamábamos por teléfono unos a otros preguntándonos si habríamos pasado por la Estación de Atocha. El alivio al oír descolgar y comprobar que contestaban la llamada.  Recuerdo el cielo gris, el sol oculto por la niebla como si fuera un humo escapado de las hogueras del infierno, y un frío que parecía entumecer el alma. El silencio y la mirada cabizbaja de los caminantes inconsolables buscando en el asfalto una respuesta. Nunca he vuelto a sentir esa conmoción colectiva de una ciudad al completo en estado de shock.

      No me puedo olvidar tampoco de que poco después llegó la manipulación que transformó el dolor en  rabia dirigida, no contra los culpables de la matanza, sino contra  otros conciudadanos culpables al parecer de respaldar a quien nos había llevado a una guerra contra los musulmanes que ahora se vengaban. A los pocos días el dolor que el atentado me había causado, lejos de desaparecer se vio intensificado por la percepción del odio que sin disimulo recibía de parte de algunos vecinos. Los de siempre esparciendo su dosis generosa de veneno. Ni siquiera nos dejaron llorar en paz. Fue allí cuando comprendí que este país no tiene solución.

       Quiero terminar estas líneas, con unos versos que escribí a los pocos días de ese terrible suceso, cuando todavía tenía anclada en el alma la angustia sufrida. Hoy es ya una vieja cicatriz que escuece cuando cambia el tiempo, y eso ocurre al menos una vez al año, precisamente hoy.

MADRID. 11 DE MARZO DE 2004

Mientras florece el almendro,
un día como otro cualquiera de primavera temprana,
la Bestia de ojos sangrientos
ha inyectado su mirada en mis pupilas. 
Su aliento es el estrago del infierno, 
arrastrando inocentes al abismo. 
¡Oh tiempos de desamparo, que prohijas la miseria y el horror! 
¿Qué hemos hecho para ser azotados 
por tu furia en las desprevenidas almas, 
sino ser simples caminantes de la vida? 
El dolor ya me atosiga
con la herrumbre de los cuerpos traspasados
hincados en mi pecho.
Ya no hay palabras,
sino sollozos ahogados.
Ya no hay risas,
sino muecas ausentes.
Entre el silencio demacrado,
se esconde la muerte vengativa:
ha germinado el odio que ha sembrado,
y ya cosecha sus mieses
en el campo de los justos.
¿De qué ajedrez infernal somos peones? 
¿Qué sanhedrín sangriento 
nos ofrece en holocausto al dios espurio de la guerra? 
Con un rayo de fuego tenebroso,
nos han incendiado la esperanza
y la ciega muerte ha crepitado entre nosotros, 
blandiendo su guadaña, 
enlutando la fría mañana cotidiana.
La severa espada ha ejecutado
su injusta sentencia en mi costado.
Hoy ya me faltas, mi anónimo vecino,
un ladrón desalmado te robó la vida
y el alma del pueblo que te llora.
Y se conduele de tu ausencia,
como de un miembro amputado.
El que sirve para amar y el del consuelo.